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Santiago de Gárnica Cortezo
Sábado, 28 de agosto 2021, 00:50
En media de los años veinte del siglo pasado, Henry Ford tiene la idea de construir sus propios neumáticos para lo cual ha de recolectar caucho con el fin de no depender de los imponderables de los proveedores ni de las fluctuaciones del mercado. ... Explora en América del Sur y adquiere un millón y medio de hectáreas de bosque virgen en el Brasil, donde plantar hevea brasiliensis, el árbol del caucho. Es una zona de difícil acceso a la que se llega después de recorrer más de dieciocho horas por el Tapajos, un afluente del Amazonas.
Pero Henry Ford piensa a lo grande. No solo quiere plantar caucho sino también crear una verdadera ciudad para sus ingenieros y trabajadores. Convoyes de barcos salen de Nueva York con destino al Brasil, y por el Amazonas remontan hacia el Tapajos. En sus bodegas llevan bulldozers, vías, máquinas de tren, estructuras metálicas, ladrillos, tejas, farolas, y hasta bocas de incendio…
La noticia no solo se extiende por Brasil sino también por Europa: hace falta mano de obra. La selección de los trabajadores sigue un proceso duro. Siete mil candidatos, de veinte nacionalidades distintas, son escogidos. Hay una enorme variedad de oficios: cocineros, operarios de máquinas de vapor, médicos, constructores de carreteras, mecánicos, carpinteros, jardineros, marinos, y, claro está, «seringueiros», los hombres que sangran el árbol del caucho para extraer el codiciado látex.
En plena selva, se construye una fábrica para el tratamiento del látex y varios talleres, rodeados de tres barrios de viviendas. El primero de ellos, la zona americana, se compone de ocho villas destinadas a los directores americanos, reproducción fiel de edificios de los barrios burgueses de Detroit, donde no faltan piscinas, aceras o farolas.
El segundo barrio es el de los capataces y encargados. Está conformado por grandes casas de cemento. Finalmente, un tercero, de casas de madera, donde se agrupan los obreros. A todo esto, se suman una central eléctrica, un hospital y varios restaurantes.
Y, alrededor de todo esto, se plantan setenta mil árboles de heveas en 1928, otros tantos el año siguiente y, en 1931, un millón más.
La vida se organiza en torno a este mundo artificial. Seis grandes barcos sirven para unir la nueva ciudad con Santarem, transportando de forma regular materiales y víveres, entre ellos trescientas vacas por mes.
Y también medicamentos pues la vida no es fácil en la zona. Cuarenta personas mueren en los once primeros meses como consecuencia de picaduras de serpientes, plantas venenosas y enfermedades. Poco a poco Fordlandia se convierte en un verdadero estado dentro del estado. Durante ese tiempo, en los Estados Unidos, en la nueva fábrica de River Rouge, en Dearborn, la producción del nuevo Model A de Ford (el sucesor del famoso T) lanzado en diciembre de 1927, alcanza ya una cadencia de seismil unidades al día. En febrero de 1929, el Ford A un millón sale de la cadena. Y el tipo 18, más conocido como el V8, lanzado en 1932, alcanza un millón de unidades dos años después. Basta con multiplicar estas cifras por cinco para conocer el número de neumáticos necesarios y así comprender la importancia de la fábrica de caucho en medio de la selva brasileña.
Henry Ford instaura en su ciudad el mismo salario mínimo y la semana de 48 horas que aplicaba en los Estados Unidos. Y cada seis meses, tenían unas vacaciones de veinte días, y todos los años un mes de vacaciones pagadas. Había puesto en marcha una organización social revolucionaria en su momento. La asistencia médica y el hospital eran gratuitos. Y la alimentación estaba dividida en dos clases. La primera, reservada a los americanos, era también gratuita. Eso sí, a los trabajadores se les obligaba a cantar canciones en inglés y los brasileños debían llevar zapatos cuando paseaban por la ciudad.
Sin embargo, al cabo de seis años surgen los problemas en Fordlandia. De entrada, los horarios iguales a las de las fábricas en Estados Unidos no tenían en cuenta que esto obligaba a trabajar en las horas de máximo calor. La alimentación a los obreros también dio problemas pues estaba más pensada en los americanos que en los trabajadores brasileños de origen indígena.
Por otra parte, los dirigentes de la compañía no tienen los conocimientos adecuados sobre plantaciones en climas tropicales. Así, los árboles del caucho que crecían muy bien en estado salvaje, no aguantan el cultivo. Privados de la sombra que les proporcionaban otros árboles gigantes en la naturaleza, y de la maleza que conservaba la humedad y frenaba un abarrancamiento demasiado rápido, se deterioran. Miles de hectáreas plantadas a cielo abierto son víctimas del sol, de la sequía, de la erosión y de las plagas, en este último caso favorecidas por la excesiva proximidad entre unos árboles y otros.
De forma paralela, el caucho proveniente de Asia baja sus precios. Y el golpe de gracia llega poco después cuando en los mismos Estados Unidos se pone a punto un caucho sintético en plena Segunda Guerra Mundial. A pesar de todo esto, Henry Ford no quiere renunciar a su proyecto. Pero en 1945, su nieto accede a la presidencia de la marca que vive en una anarquía burocrática preocupante, y la ciudad en medio de la selva es vendida al gobierno brasileño por 250.000 dólares, cifra muy alejada de los veinte millones invertidos en el sueño de Fordlandia.
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