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Salvador Arroyo
Bruselas
Jueves, 2 de abril 2020, 00:17
El torrente diario de cifras fatales que provoca el coronavirus desde hace semanas nos ha llevado a desarrollar una especie de mecanismo de autodefensa por el que olvidamos que tras cada dígito hay una persona y tras cada persona una historia. A falta de ... vacuna, es otra forma de inmunizarse ante lo insoportable. Pero en España, en Italia, en Francia, en China, en Estados Unidos…, y también en este pequeño país de apenas once millones de habitantes, un número oculta una vida (un ejemplo de vida, de hecho) en muchos casos con final edificante. Aquí, en Bélgica, se llama (se llamaba) Suzanne Hoylaerts. Tenía 90 años, ingresó en la UCI tras detectarle el bicho y rechazó un ventilador asistido. «Reserve esto para los más jóvenes que yo ya he tenido una buena vida». Así se apagó.
De familia numerosa, Suzanne sufrió la invasión nazi durante la Segunda Guerra Mundial, la pobreza, y otros muchos golpes personales como la muerte de un hijo y una nuera y la de su propio esposo. Sin embargo «ella siempre había logrado superar estos contratiempos. La risa era su medicina», recordaba su hija Judith en el periódico 'Het Laatste Nieuws'.
No se explica cómo pudo contraer el virus. Porque Suzzane era metódica, se sabía entre la población de riesgo, y se había tomado muy en serio las restricciones. En Bélgica las primeras medidas comenzaron a aplicarse el 12 de marzo y días después se reforzaron con un confinamiento estricto que, en principio, se mantendrá hasta el día 19. Suzzane lo respetaba. Pero su vida ha sido una de las 828 que ha arrasado aquí la Covid-19, entre ellas, también, la de una niña de 12 años, la víctima europea más joven. Y todo en un escenario de escalada, con 14.000 contagios hasta la fecha.
Una vida difícil. De familia numerosa, sufrió la invasión nazi, la pobreza y otros muchos golpes personales
Siempre dispuesta a ayudar. En su confinamiento en casa continuó tejiendo ropa para una organización benéfica
Pero Suzzane «había tenido una buena vida». Así que se sacrificó. Se lo dijo al facultativo que quiso conectarla al respirador artificial y fueron las últimas palabras que también escuchó su hija Judith cuando ya estaba en el hospital después de que su médico de cabecera aconsejara el ingreso por un nivel de saturación de oxígeno demasiado bajo.
El estado de salud de esta vecina de Lubbeek, en la región de Flandes, había comenzado a deteriorarse días antes. No tenía tos seca ni tampoco fiebre, los dos síntomas más comunes asociados a la infección. Pero sí había perdido el apetito y no le sacaba gusto a las comidas. Como ya el pasado año por estas mismas fechas había sufrido una neumonía que la llevó a ingresar unos días en el hospital, Judith la acompañó al médico. Temía una recaída. Y, de hecho, cuando entró por última vez el día 20 «creíamos que sufría una neumonía leve».
El coronavirus en cifras
SARA I. BELLED / ARIEL FERRANDINI
Pero ya entonces sufría dolores («como si tuviera un peso de cien kilos en su hombro, aunque ella decía que era postural; no dormía en la posición correcta») y, tras realizarle el test de coronavirus dio positivo. A las 18.15 horas del sábado 21 Judith recibió la fatal noticia por teléfono. Los médicos le explicaron que se había negado a que le pusieran un respirador con ese «resérvelo para los jóvenes» que, asegura la hija, no le sorprendió. Porque «nuestra madre era muy vivaz y siempre estaba dispuesta a ayudar a los demás». De hecho, en su confinamiento en casa continuó tejiendo ropa para una organización benéfica. Lección de vida. Y de muerte.
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