Paula Rosas
París
Viernes, 15 de noviembre 2019, 21:56
Macron no lo vio venir. Nadie, en realidad, llegó a hacerlo entre los dirigentes franceses y buena parte de la opinión pública. La protesta inédita que más ha marcado la vida política y mediática francesa de las últimas décadas cumple este fin de semana un ... año. El 17 de noviembre de 2018, más de 280.000 franceses se enfundaron un chaleco fluorescente y se lanzaron a las calles y rotondas de Francia para protestar por la subida de los combustibles.
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Pero su cólera, en la que muchos se vieron identificados, iba más allá. Manifestaba un profundo malestar social de esa Francia periférica, que se siente abandonada por sus dirigentes, que sufre para llegar a fin de mes y que se aferró a un símbolo, esa prenda reflectante amarilla, para encontrar una voz propia sin intermediarios. Desde entonces sido un año realmente convulso y justo hoy vuelven a la calle.
La llamada inicial vino de las redes sociales. Ciudadanos anónimos que protestaban por la subida de los impuestos a los combustibles, que penaliza principalmente a las zonas rurales y periféricas de las ciudades -justo las más débiles en términos económicos-, donde la red de transporte público es deficiente y el coche imprescindible. Durante semanas, la cólera se fue amasando, alimentada por una creciente desconfianza hacia las instituciones; también hacia los partidos políticos y los sindicatos, los vehículos tradicionales de la protesta social.
Desde entonces, se han dado cita cada sábado y cientos de demandas se han sumado a sus reivindicaciones. Sobre todo, piden una mejor cobertura social, menor presión fiscal para los más necesitados y más mecanismos para dar voz a los ciudadanos, entre ellos lo que llaman un «Referéndum de Iniciativa Ciudadana», que el Gobierno rechaza de plazo. Pero un año después, un 52% de los franceses sigue simpatizando con el movimiento.
El Ejecutivo francés no prestó demasiada atención en un primer momento al movimiento. La situación cambió después de la manifestación del sábado 1 de diciembre, cuando la violencia engulló París. El Arco del Triunfo, uno de los símbolos nacionales, fue saqueado y en todo el barrio de los Campos Elíseos ardían vehículos y quioscos. La tensión fue tal que un antidisturbios relataba esta semana a France Inter que «el palacio del Elíseo podía haber caído» ese día. A partir de entonces, el despliegue policial se refuerza cada sábado -París se blinda, literalmente- y la violencia, aunque a niveles inferiores, se instala en la protesta. Más de 10.800 manifestantes han sido detenidos a lo largo del año.
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Casi 2.000 personas han sido condenadas en 2019, 400 de ellas a penas de prisión. Otras once personas han muerto, en su mayoría por atropellos. Además, 2.495 manifestantes y 1.944 miembros de las fuerzas del orden han resultado heridos. La violencia policial ha sido muy discutida y ha llevado a la apertura de 313 investigaciones.
Ha desbloqueado hasta 17.000 millones de euros en una serie de medidas económicas, entre ellas la subida del salario mínimo, y otras simbólicas, como la supresión de la ENA (que aún está por ver), el centro en el que se educan gran parte de las élites políticas y económicas del país. Y es que la protesta, no escapa a nadie, tiene un trasfondo de lucha de clases. En primavera puso en marcha el Gran Debate Nacional, en el que miles de ciudadanos pudieron discutir sobre política y hacer sus propuestas. Su éxito fue moderado y para muchos 'chalecos amarillos' se trató simplemente de un ejercicio de comunicación del Gobierno.
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La crisis ha marcado profundamente la primera parte del mandato de Macron, que fue elegido bajo la promesa de poner en marcha reformas profundas y que, pese a su aplastante mayoría parlamentaria, ha aprendido que no las podrá llevar a cabo sin diálogo. La reforma del sistema de pensiones parece que le va a traer un invierno caliente. Los sindicatos han convocado para el 5 de diciembre una gran huelga, a la que parece que muchos 'chalecos amarillos' piensan sumarse.
El movimiento ha movilizado a muchas personas que proceden de un medio muy popular, con bajos ingresos y alta tasa de paro -pequeños autónomos, transportistas, cuidadores-, «poblaciones que no acostumbraban a participar en movilizaciones», explica Emmanuelle Reungoat, profesora de políticas en la universidad de Montpellier, que lo estudia desde hace un año.
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¿Los motivos? Entre otras cosas porque no está estructurado -los 'chalecos' no se identifican con partidos o sindicatos- y por la elección de la rotonda como lugar de protesta, «un lugar abierto que acoge a todo el mundo, que está cerca de sus trabajos u hogares donde encuentran a vecinos o amigos, y que se ha convertido en un lugar de politización», esgrime la investigadora.
A sus 34 años, Priscillia Ludosky nunca militó en un partido o en un sindicato, pero se ha convertido en una de las figuras más reconocibles del fenómeno de los 'chalecos amarillos'. Su petición para bajar los precios de los combustibles, con 1,2 millones de firmas, fue uno de los detonantes del estallido social que moviliza a la Francia abandonadan.
-¿El movimiento de los chalecos amarillos ha sido un éxito?
-No diría que ha sido un éxito. Hemos avanzado en algunos puntos que estaban bloqueados. Hemos tenido poca respuesta política enfrente, aunque sí ha permitido a mucha gente a conectar entre ellos. También ha dado la palabra a gente que jamás la ha tenido. El espacio mediático está muy restringido y reservado a una elite.
-¿El presidente Macron escuchó a los 'chalecos amarillos'?
-Lo que hizo fue intentar ahogar el movimiento. Creamos una plataforma de reivindicación ciudadana que se llama 'El auténtico debate', donde recogimos unas 25.000 propuestas, más de un millón de personas votaron y las 59 más plebiscitadas emergieron en la plataforma. El presidente no respondió a ninguna. Las medidas que el Gobierno anunció no tienen nada que ver con lo que pedimos.
-Entre las reivindicaciones suele estar la de pagar menos impuestos y también mejorar los servicios sociales.
-Somos uno de los países con más impuestos, pero todo cierra. Nos dicen: 'Pagad impuestos, que son para los colegios', pero luego los colegios cierran. Los hospitales cierran. ¿Qué hacen con el dinero? La nuestra es una demanda de transparencia. Nadie me ha sabido decir qué financian de la transición ecológica con la tasa del carbono. Luego descubrimos que han puesto millones de ese dinero en créditos a grandes empresas.
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