Miguel pérez
Miércoles, 16 de noviembre 2022, 01:10
El comienzo de la invasión de Jersón fue especialmente atroz para Dmitro. Fumaba en la ventana de su casa. Al final de la calle circulaba una patrulla rusa. De repente, un obús cayó desde la nada. Impactó cerca de un soldado. Sus restos llenaron las ... paredes. Unas semanas más tarde, Dmitro explicaba a un periódico digital: «Al principio fue bastante difícil ver los cadáveres en las calles. Soldados, civiles... Pero a estas alturas, te vuelves completamente indiferente; ni más ni menos que cuando ves un gato muerto». Una duda le inquietaba: «¿Seguiremos siendo personas cuando esto acabe?»
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Detrás de la alegría desatada por la entrada de las tropas ucranianas en la recién recuperada ciudad, la pregunta continúa en el aire. Los vecinos de Jersón se han convertido en víctimas de un laboratorio bélico extremo. Han soportado la ocupación más larga de todas las ciudades importantes invadidas por Moscú. Así como en otros enclaves pequeños los rusos cercaban la periferia y apenas entraban en los pueblos, aquí instalaron una poderosa maquinaria de terror y dolor que se ha tragado a un número indeterminado, pero elevado, de desaparecidos. Jersón se ha vuelto la ciudad de la soledad, la tragedia y los rostros sombríos.
Los primeros testimonios vecinales hablan de operaciones sistemáticas de identificación y de registros en la calle o en las casas. Del miedo a terminar en una cárcel de Crimea. A los habitantes se les prohibió hablar en ucraniano. Moscú envió libros de texto rusos para las escuelas. Muchos quemaron en los primeros días cualquier revista o documento que presumiera tener algo que ver con la Administración o el Ejército ucranianos. Al principio hubo comida. Luego todo se regló: la alimentación, el agua y los medicamentos. Ocho meses. Igor recuerda cómo a mediados de febrero escuchaba las noticias sobre las maniobras del Ejército del Kremlin al otro lado de la frontera con cierta despreocupación, convencido de que los tanques nunca cruzarían la línea, y de repente, en marzo, un soldado estallaba en la misma calle donde él reside.
La ciudad albergaba a 290.000 habitantes. Hoy apenas quedan 50.000. El resto han sido deportados a Rusia o se han ido con las tropas que la semana pasada cruzaron al otro lado del Dniéper. En Jersón quedan familias que llevan su equipaje consigo porque no saben dónde acabarán el día, niños que juegan junto a vallas acribilladas a tiros y familias que todos los días van a recoger agua al río para sus necesidades y para la limpieza con el fin de ahorrar el ínfimo suministro potable que han dejado los invasores tras destruir las canalizaciones. También quedan resistentes que no dejan de ondear la bandera nacional.
Irina no cree que todos los que se han ido con las fuerzas de ocupación son «traidores». «Estoy segura de que hay gente que se ha ido por miedo a morir de hambre o de frío». Sin embargo, no todos comparten la opinión. Una vecina de la región desocupada se queja de que numerosos «partidarios de la 'paz rusa' todavía están en el pueblo y nadie los toca». Se refiere a los colaboradores de Moscú. Los ochocientos agentes que la Policía ucraniana ha desplegado en Jersón y otras doce localidades reconquistadas investigan al menos a 65 personas señaladas por haber ayudado a los invasores. Cinco son funcionarios municipales a los que se acusa de haber obligado a sus convecinos a hacerse pasaportes rusos. Dos delatores han sido esposados con cinchas a sendas señales de tráfico para escarnio publico. Como el saqueador sorprendido cuando robaba alimentos y al que ataron el lunes a un árbol envuelto en cinta de embalaje. Le bajaron los pantalones para que los ciudadanos que quisieran pudieran azotarle.
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La vecina no se queda del todo conforme con las investigaciones ni los castigos. Lamenta que muchos colaboracionistas han logrado huir a territorio ocupado. «Se llevaron a los que celebraron referéndums, y a los que alimentaron a los ocupantes. Nadie les hace nada».
La ciudad se divide entre quienes festejan la reconquista y los espectros. Estos últimos salen al paso de los soldados para pedirles que busquen a maridos, padres e hijos tragados por la oscuridad de la ocupación en estos últimos ocho meses. La angustia se ha fundido con la piel. No existe una cifra real de jóvenes y mayores que fueron arrastrados fuera de su entorno y no han regresado. Antes del verano se contabilizan unos 600 desaparecidos. Pero eso fue hace muchos meses. Algunas familias creen que sus allegados presos habrán sido trasladados a cárceles de otras regiones dominadas por Rusia. Los militares esperan encontrar cementerios clandestinos. Lo han visto antes. Algunas fuentes aseguraron este martes que se han encontrado los primeros cadáveres de civiles y militares que perdieron la vida cuando el Ejército moscovita entró en el óblast. El ministro del Interior, Denys Monastyrskyi, anunció anoche que, «al igual que en otras regiones, nos encontramos con lugares donde se torturaba a los ciudadanos. Ahora también han comenzado a hallarse lugares donde hubo enterramientos». El ministro añadió que las exhumaciones ya han comenzado y están a cargo de forenses y peritos que han trabajado en otras fosas comunes.
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Los soldados han iniciado la penosa tarea de revisar sótanos e inmuebles que los habitantes identifican como salas de tortura. Ya se han localizado tres. «Tenemos evidencias, testimonios de ciudadanos, de que probablemente nuestra gente fue retenida y torturada allí», informó el jefe de la Policía Nacional, Igor Klymenko. No les resultó difícil saber en qué edificios se electrocutaba a la gente. Los ucranianos detenidos entraban esposados y encapuchados. Los alaridos también fueron reveladores. Los gritos son sinceros. Según los medios kievitas, en todo este calvario había un argumentario. Los verdugos, que a veces llegaban a los interrogatorios con una granada de mano, actuaban por varios motivos: obtener información sobre las posiciones militares ucranianas, presionar para conseguir colaboradores o por puro placer, especialmente cuando desnudaban a los hombres en la calle y descubrían que tenían tatuajes asimilables al Ejército nacional. «Si hay un infierno en la Tierra, fue aquí», cuenta Serhiy, de 48 años, en 'The Washington Post' en referencia a un edificio bajo de cemento colindante con su casa.
Igor, de 54 años, comerciante de zapatería, estuvo en una de esas cámaras. Cuenta en la prensa que le «torturaron durante dos semanas. Utilizaron pinzas para retorcerme las manos, me golpearon la cabeza y los órganos genitales con un garrote», relata. Otros testimonios publicados por los periódicos refieren castigos medievales. Fracturas de huesos. Asfixias. Electrodos. Ejecuciones sumarias. A Igor le dejaron malherido. Antes de soltarle le exigieron convertirse en delator bajo la amenaza de difundir propaganda rusa en sus perfiles sociales para que todos le considerasen un traidor. No solo se trataba de infligir dolor. La humillación en ocasiones duele tanto como un mazo.
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