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GERARDO ELORRIAGA
Domingo, 12 de diciembre 2021, 00:24
Los leones no dejan ver el bosque. Los grandes felinos, las imágenes de la sabana y sus grandes manadas de herbívoros pastando ojo avizor, proporcionan una postal salvaje y romántica de Kenia. Pero su pasado reciente no resulta idílico, sino violento y prácticamente desconocido. La ... peripecia de Josiah Kariuki, uno de sus dirigentes históricos, muestra el trasfondo siniestro de uno de los países más fascinantes del planeta.
Cuando era joven, en la década de los cincuenta, este partidario de la independencia proporcionaba medios materiales a los Mau Mau, milicianos que luchaban contra los colonizadores británicos. Las autoridades lo arrestaron y permaneció siete años en campos de confinamiento. Tras la liberación, el guerrillero se convirtió en secretario personal de Jomo Kenyatta, el primer presidente del país y emblema de los nuevos tiempos.
Años más tarde, Kariuki, convertido en un influyente parlamentario, afirmó que el padre de la patria se había enriquecido ilegalmente. Al denunciante lo vieron por última vez el 25 de marzo de 1975 en el Hilton de Nairobi, acompañado por un guardaespaldas presidencial. Días después, su cadáver apareció quemado junto a un hormiguero.
Nunca se esclareció el asesinato y la credibilidad de Kenyatta senior se vio empañada. A lo largo de los últimos meses, las prácticas empresariales de su hijo Uhuru, actual presidente de Kenia, también han sido cuestionadas. Los Papeles de Pandora han revelado que esta prominente familia posee una red compuesta por trece firmas 'offshore' o extraterritoriales a las que, presuntamente, han transferido gran parte de su patrimonio.
Pero ni un crimen sin culpables confesos ni las estratagemas para ocultar fortunas en Panamá y las islas Vírgenes Británicas constituyen las grandes manchas que pesan sobre la estirpe más relevante de este país bañado por el Índico. Su cuestionamiento remite al origen del propio Estado. El prestigio de Kamau wa Ngengiro, alias Jomo Kenyatta, se halla en entredicho desde hace medio siglo por sus prácticas corruptas. Jomo, que significa 'lanza ardiente', y Kenyatta, 'luz de Kenia', supo capitalizar una lucha que sólo conocemos desde la interpretación de sus enemigos ingleses.
El Imperio inglés llegó a África Oriental a finales del siglo XIX. Los colonos ocuparon tierras de las comunidades indígenas, principalmente en el valle del Rift y crearon grandes plantaciones de café, té, tabaco y algodón, dedicadas a la exportación. Los nuevos propietarios utilizaban mano de obra forzada o asalariada. Poco después de iniciar estas explotaciones, los salarios fueron reducidos un tercio y los empleados, ya duchos en las prácticas sindicales, organizaron una marcha de protesta. La Policía, sumamente expeditiva, disparó sobre los reunidos y provocó más de 50 muertos. La noticia apenas trascendió. La escritora Karen Blixen tenía una granja en África, pero nunca se preguntó quiénes fueron sus anteriores propietarios.
La bonanza era evidente. La vida opulenta de los expatriados británicos fue llevada al cine en películas como 'Pasiones en Kenia', que retrata su cotidianidad entre grandes haciendas, clubes y festines en un territorio que denominaban 'Happy Valley', el valle feliz. El argumento gira en torno al asesinato del conde de Erroll por un marido despechado, un hecho real que dio a conocer, en plena Segunda Guerra Mundial, el microcosmos voluptuoso y despreocupado de aquella élite.
Llegó la guerrilla del Mau Mau y la fiesta se acabó. Londres divulgó la imagen de forajidos brutales que asaltaban residencias y ejecutaban a familias enteras de propietarios, pero, en realidad, la represión de los cuerpos de seguridad era mucho más feroz. Los británicos provocaron más de 100.000 víctimas mortales y otros 150.000, como Kariuki, penaron largas penas de prisión en campos de confinamiento.
Los términos de la independencia, celebrada en 1963, pretendían, de alguna manera, resarcir a los nativos de ese periodo de dominación y esquilma. El Gobierno británico ofreció fondos a la nueva Administración para comprar tierras a los colonos que volvían a la metrópoli. El responsable de llevar a cabo la operación era Jomo Kenyatta, flamante presidente. El político había sufrido prisión y exilio, pero Londres confiaba en su carácter moderado y negoció con él el proceso de segregación.
La reforma agraria no respondió a los deseos de justicia reparadora, tan sólo cambió el color de la piel de los terratenientes. El estadista se aprovechó de esos medios para favorecer a la clase dirigente, que se hizo con una sexta parte de la superficie en juego, y a la tribu kikuyu, a la que él pertenecía. Además, el gobierno también vendió lotes a extranjeros.
El ansia de los nuevos dirigentes por hacerse con tierras incluso bloqueó una propuesta de ley para limitar la superficie de las propiedades. Un informe de la CIA asegura que el presidente sólo disfrutó de 4.000 hectáreas, mientras que su esposa Mama Ngina era propietaria de fincas que reunían más de 150.000 hectáreas y que incluían plantaciones y minas de rubíes.
Los negocios familiares también se proyectaban en el tráfico de carbón vegetal y marfil. A finales del pasado siglo, los intereses de los Kenyatta se habían expandido a la hostelería, con el control de siete hoteles de lujo, el transporte, los seguros, los medios de comunicación y la mayor productora de leche de África Oriental. Además, el dossier de la agencia de información afirma que numerosos parientes se beneficiaron de un nepotismo indisimulado.
La mayor paradoja se produjo a finales de los sesenta, cuando el presidente impulsó la colonización kikuyu de la costa suroriental, habitada por swahilis wabajuni. Curiosamente, como en la época colonial, la Administración concedió títulos de propiedad sobre tierras comunales y no dotó de recursos a los planes de desarrollo a las poblaciones ya asentadas.
El resultado fue la creación de dos dinámicas de desarrollo y una creciente crispación por la marginación de los nativos. Hace siete años, guerrilleros asaltaron Mpeketoni, uno de esos pueblos de nueva planta y asesinaron a 59 personas. El gobierno atribuyó el golpe a la milicia somalí Al Shabaab.
La gestión depredadora de Jomo Kenyatta no resultó impune. La frustración generó insurrecciones, pero el liberador no dudó en recurrir al remanente de las tropas británicas para sofocar la rebelión e instaurar un sistema de partido único. También se valió de la importancia del tribalismo en Kenia. Además de contar con el apoyo de la comunidad kikuyu, se alió con Daniel Arap Moi, un político perteneciente a los kalenjin, otro colectivo importante en número, para conseguir mayorías en un territorio marcado por el tribalismo.
La muerte del patriarca no supuso ningún quebranto de su ingente patrimonio. Arap Moi, su sucesor, se hallaba demasiado ocupado en labrar su propia fortuna y mantener a raya a la oposición. El rascacielos Nyayo House, de 27 pisos y 84 metros de altura, simboliza este afán. Su sótano es conocido como 'la cámara de torturas' mientras que los niveles superiores se antojaban una Babel de corrupción administrativa. Hoy, los calabozos inferiores se han convertido en una atracción más para los visitantes de Nairobi.
Los Kenyatta esperaban su turno. En 2002, su segundo hijo Uhuru, 'libertad' en swahili, se presentó a las elecciones presidenciales, pero resultó derrotado, y en las de 2007 otorgó su apoyo Mwai Kibaki, el candidato del oficialista partido KANU y también de sangre kikuyu. Las elecciones fueron un fraude, según los observadores, y desembocaron en un enfrentamiento entre su etnia y los lúo, otra tribu importante mayoritariamente vinculada a la oposición. Sobre Uhuru recayó la acusación de haber instigado los disturbios pertrechando a los mungiki, una mafia tribal. Los disturbios provocaron el desplazamiento forzoso de 250.000 personas.
Pero, una vez más, la familia permaneció unida y boyante. Los comicios de 2013 proporcionaron la victoria al delfín y, desde entonces, ha permanecido en el poder. Posiblemente, ningún crimen irresuelto, papel o informe, lo conducirá hasta un tribunal. Uhuru es uno de los hombres más ricos del continente. Sus 650 millones de dólares de patrimonio, avalan una trayectoria genuinamente de Kenia, el país de las cuarenta tribus, los expolios, las sabanas inmensas y las playas infinitas bañadas con aguas de color azul turquesa.
La comparecencia de Uhuru Kenyatta ante la Corte Penal Internacional en 2014 fue todo un acontecimiento. Por primera vez, un presidente en ejercicio se sentaba en el banquillo del tribunal acusado de la comisión de crímenes contra la humanidad, hechos que remiten a los disturbios posteriores a las elecciones de 2007. Para algunos, la interpretación de este suceso era que nadie estaba por encima de la ley, mientras que, para otros, el color de la piel del acusado reflejaba la permanencia de prácticas neocoloniales.
Pero nunca se abrió un proceso contra Kenyatta. La institución reconoció su incapacidad para reunir pruebas por la falta de colaboración del Gobierno keniano y por la conducta de los testigos, muchos de los cuales se retractaban de sus testimonios, posiblemente por efecto de la intimidación. No hubo culpables, nadie pagó por la destrucción de cientos de viviendas, decenas de decapitaciones y la masacre de más de cincuenta personas en la iglesia de Kiamba, incendiada por sus acosadores.
Uhuru Kenyatta, que acaba de celebrar entre atronadoras felicitaciones su sesenta cumpleaños, se sintió abrumado por la recepción popular tras regresar de Holanda. Respecto a los Papeles de Pandora, ha prometido responder próximamente a las acusaciones vertidas contra él, pero no se sabe cuándo.
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