El postfascismo es un término en discusión. Remite a los parecidos con la cultura política fascista de hace un siglo de algunas formaciones actuales que se reclaman (o no) de aquella tradición. La llama tricolor del logo de Fratelli d'Italia de Giorgia Meloni ... es la misma que la del Movimiento Social Italiano que heredó a Mussolini tras la Segunda Guerra Mundial; también el de la otra tricolor del Frente Nacional francés o de su continuidad en la Agrupación Nacional de Marine Le Pen. El postfascismo no es el fascismo porque se produce en otro tiempo distinto, pero remite a él porque recrea las respuestas que aquella ideología habría manifestado ante los problemas y retos del siglo XXI. Es una referencia más precisa y operativa que la de llamar fascista a todo lo que no nos gusta –lo que, además, devalúa por exceso la seriedad de su semántica–, porque entiende que aquellos peligros no tienen por qué representarlos hoy un joven rapado con botas militares y amenazante disposición, tanto como un tranquilo jubilado o una empleada normal que vota a opciones de derecha exagerada.
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El próximo mes se recordará el centenario de la Marcha sobre Roma del Duce, que le facilitó el acceso al poder tras la invitación del monarca italiano y la anuencia de partidos liberales, católicos y nacionalistas. La actual República Italiana se basa en la democracia y el antifascismo, recogiendo el espíritu unitario de las diferentes culturas políticas que se encontraron en la resistencia contra Mussolini. La democracia militante y el recordatorio anual del Día de la Liberación (25 de abril) no han evitado que aquel recuerdo sea hoy un papel amarillo, algo superado, irrelevante. El tiempo ha pasado para el fascismo y también para el antifascismo. De ahí la actualidad del postfascismo, que es y no es. No es violento, pero proclama el odio. No es racista, pero defiende la exclusión por el origen. No va contra la democracia, pero propone prescindir de los valores del Estado de Derecho como base de la República.
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iñigo fernández de lucio
El problema es que, si el postfascismo no es un fascismo revivido, entonces es que se trata de la respuesta de la derecha exagerada, que se nutre de la sangre del propio sistema, aunque actúe contra él como hacen las enfermedades autoinmunes: el sistema inmunitario ataca las células buenas al confundirlas; el sistema político desvaloriza sus bases y arremete contra aquello y aquellos a los que debería defender. No amenaza con secuestrar y matar a otro Matteotti, pero dispone sus fuerzas a favor de los enemigos de nuestro sistema social, que ponen en cuestión lo que tenemos que preservar: el respeto de la ley, el equilibrio de poderes, la defensa de los sectores más débiles, la diversidad y el pluralismo o una Europa política. El postfascismo es por eso iliberal, como si fuera antidemocrático, pero a hurtadillas.
Y entonces la pregunta vuelve al origen: como lo fue antaño el fascismo, ¿es ésta la versión conservadora en tiempos de amenaza para algunos de sus valores (familia, religión, patria, orden social, roles de género, nativismo del bienestar…)? Porque el postfascismo no pretende arramblar contra el estado de cosas, sino transformar sustancialmente su organización al entender que ahí su opositor –cada vez más tenido por enemigo–, la genérica y exangüe izquierda, le ha robado la cartera, ha impuesto hegemónicamente su visión del mundo. Hay una derecha democrática que cree que eso no es así, que los valores contemporáneos son mucho más transversales –e históricamente tiene razón: basta ver la creación de la Unión Europea–, pero hay otra que comparte cada vez más elementos de esa mirada apocalíptica, extrema, que lleva a los postfascistas a dirigir nuestros Estados, primero detrás de ella, pero luego al frente, como ahora en Italia. Sin su apoyo, por activa o por pasiva, ningún fascista de los años veinte o treinta del pasado siglo hubiera llegado al poder; hoy no ocurre algo distinto. Por eso es cosa de que se aclare con quién está.
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