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Anastasiia Tarashchuk
Viernes, 26 de abril 2024, 19:38
La fecha del 26 de abril de 1986 queda lejos en la memoria de muchos, pero algunos la tienen impresa a fuego en sus recuerdos. «Dos años más y ya serán 40 desde el accidente en Chernóbil. Cómo vuela el tiempo». Fédir Liashenko a sus ... 73 años, reflexiona sobre el desastre nuclear más grave de la historia junto con el de la central japonesa de Fukushima: la explosión del reactor número cuatro de la tristemente celebre planta atómica soviética –hoy dentro de los límites de Ucrania –que emitió una nube tóxica y contaminó una superficie no inferior a 150.000 kilómetros cuadrados. Entre 600.000 y 800.000 trabajadores, entre civiles, bomberos, policías y militares, acudieron a sofocar el fuego y enterrar las ruinas radiactivas. A día de hoy no hay una cifra determinante sobre las víctimas mortales. Hubo 50 directamente relacionadas con el siniestro y un número indefinido de voluntarios que fallecieron en las semanas posteriores. Algunos cálculos apuntan a que la radiación dejó en total 4.000 muertos y una larga lista de enfermos.
Fédir Liashenko ha visto dos grandes tragedias en su país: aquella de Chernóbil y la guerra actual contra los rusos. Él es de Zaporiyia, donde otra central nuclear se encuentra en mitad de los ataques y contraataques de los dos ejércitos. Toma «muchas medicinas», como consecuencia de su antigua misión de liquidador entre las ruinas de Chernóbil, un año después del incendio. Cuida de sus cuatro nietos: «Así que tengo a alguien que venga para decirme 'abuelo, vamos a jugar',» cuenta con cariño.
Cuando lee las noticias sobre la ocupación rusa de la central de Zaporiyia se le pone la piel de gallina solo por entender los posibles riesgos que supone: «De qué humor se puede estar cuando ves que se trata de la central de tu querida ciudad. Cuánto entusiasmo se sentía en Ucrania, en Europa, por una planta que entró en la lista de las diez más grandes del mundo».
Liashenko era el jefe del departamento de bomberos cuando por primera vez entró a Chernóbil el 2 de mayo de 1987. Su misión consistió en enterrar los equipos y materiales utilizados para apagar el incendio y sacar el agua del reactor. «Hubo una montaña de restos, aunque en realidad no era el único sitio donde se enterraban. Los camiones, las mangueras.... Hubo otros equipamientos con poca radiación a los que se les podía dar otra vida, y esos los limpiamos y devolvimos al Estado», recuerda.
Del trágico día de la explosión recuerda que «nos despertaron con la alarma a las doce y media de la noche a todos los bomberos de la región. No me enviaron allí. Tuve que formar los grupos y preparar el material especializado. Recuerdo que tuvimos que debatir quiénes podían y querían ir los primeros como voluntarios». A éstos les ponían encima las «pastillas recogedoras». Así llamaban los liquidadores en Chernóbil a los dispositivos que medían la radiación recibida en el cuerpo. «Si el nivel superaba los 5 bequerelios, no te dejaban pasar y tenías que ir a lavarte mejor. Cuando a mí me tocó ir un año más tarde, daba esa cifra a diario y quince días más tarde nos evacuaron urgentemente. Volví a casa, a Zaporiyia»
El primer año de la tragedia los liquidadores procedían de todas partes de Ucrania. «De ahí apenas salió vivo nadie». Se acuerda de su amigo, Leonid Pauk, quien fue uno de los primeros en llegar a la central con la misión de sacar del reactor el agua arrojada por el sistema antiincendios: «Yo le llevaba al hospital muchas veces, porque estaba enfermo». Cuenta que cuando volvió de Chernóbil, los médicos le aconsejaron que tomase leche, miel y otros productos «de las abejas» Se hizo apicultor. Y sigue en ello. «Hoy en día dice que si no fuese por las abejas, ya no estaría en esta vida».
«No hubo ni un pájaro en la calle», recuerda Liashenko de los días que él estuvo en Chernóbil. Su tarea consistía en llegar a Stari Sokoly, un pueblo a 26 kilómetros de la planta y enterrar los camiones, coches y equipos contaminados». Con él trabajaban otros compañeros de Mykolayiv, Donetsk, Voroshylovgradsk, ahora conocido como Lugansk, territorios sometidos ahora a la tragedia de la invasión rusa. La primera semana transcurrió con normalidad, pero luego «se puso enfermo el conductor del autobús en el que nos llevaban. Tuve que ponerme también al volante.» También se acuerda de que el 9 de mayo trabajaron media jornada, porque les llevaron a la inauguración del memorial a nombre de Víktor Právik, «uno de los primeros llegados al lugar del accidente, de donde nadie salió vivo. Él fue el encargado de vigilar el proceso de apagar el incendio» .
Años más tarde, cuando Fédir aprendió a manejar internet, omenzó a curiosear sobre el accidente. Se enteró de que el exjefe del departamento de la región de Ivánkiv había organizado una empresa que llevaba a los extranjeros a Chernóbil en visitas guiadas: «Le preguntaron alguna vez si había algún sitio al que él no iba. Y su respuesta fue el nombre del pueblo donde trabajaba yo, Starie Sokoly, y que a nadie le recomendaba aparecer allí».
Liashenko, nombrado coronel «pero sin aumento de la pensión», no pudo exponerse al sol durante los tres años posteriores a su trabajo en Chernóbil. «Si salía debía caminar por las calles en sombra para no desmyarme». Su tratamiento se llevaba a cabo en Berdiansk, una ciudad situada en el sur de Ucrania con las playas y salida al mar de Azov: «El Gobierno me facilitó un tratamiento con las peloides termales. Gracias a aquello me sentía mucho mejor». Tiempo después, los médicos le encontraron un nódulo tiroideo. Afortunadamente, no era cancerígeno: «Tenía que tomar hormonas para mantenerme. Engordé. Ahora ya no tengo tanto peso,» comparte con una sonrisa. Se jubiló con 45 años. «Las piernas me dolían. No me aguantaban. Me miraron los pulmones con rayos X. Los tenía como los de un abuelo de 70 años. Los dientes se me cayeron. Total, una felicidad.» dice con ironía.
Hasta hoy se mantiene en contacto con sus colegas, compañeros «de la tragedia», como se suele decir entre los ucranianos. Hablan dos o tres veces al mes y se ven cada año el 17 de abril en un homenaje a los bomberos de Ucrania.«Al principio íbamos más de 250 personas. Pero cada año el número ha ido bajando. Ahora nos reunimos unas 15 ó 20 personas. Nos miramos, hablamos. 'Qué tal?' 'Pues aquí sigo... Vivo'. 'Pues bien'».
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