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mercedes gallego
Corresponsal. Nueva York
Jueves, 11 de junio 2020, 20:01
Puede ser pura perversidad, calculo político o eso que en EE UU se llama «indiferencia depravada» y constituye un delito del que debería ser acusado Donald Trump, si se pudiera probar la intención. Al batir EE UU la estremecedora marca de los dos millones de ... casos confirmados de la Covid-19, el presidente ha anunciado su vuelta a los baños de masas en Oklahoma, donde este jueves mismo se registraron dos nuevos muertos por el virus, pero eso no es lo más macabro.
En medio de los disturbios raciales más violentos que haya vivido el país desde el asesinato de Martin Luther King, Trump ha elegido para el señado mitin la ciudad de Tulsa, sede de la peor masacre de negros en la historia del país. Además, ocurrirá en el Día de la Liberación en que los afroamericanos celebran el fin de la esclavitud. Todo un guiño a sus seguidores, entre los que abunda la ideología del supremacismo blanco. Solo queda rezar para que cuando llegue el 19 de junio tres semanas de furibundas protestas hayan calmado los ánimos de quienes vieron morir asfixiado a George Floyd bajo la rodilla de un policía durante los 8 minutos 46 segundos que dura el vídeo grabado por un testigo.
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En 1921 los blancos de Tulsa trataron de linchar a un limpiabotas al que acusaban de haber acosado a una mujer blanca en un ascensor público. Otros negros intentaron impedirlo y se lo llevaron a punta de pistola. Encolerizada, la masa descendió sobre el barrio negro más acaudalado de la ciudad, Greenwood, conocido entonces como «el Wall Street negro» y arremetió contra todos los afroamericanos que encontró por el camino con bates de beisbol y palos de hacha. El resultado de la masacre se estima en más de 300 muertos y 1250 casas, iglesias, colegios y hospitales totalmente destruidos por el fuego. Greenwood quedó reducido a cenizas y durante un siglo ni se hablaba de aquel día. Hasta que Trump abrió el jueves la caja de Pandora para lo que muchos cree es simplemente otro capricho publicitario.
El mandatario ya agitó el avispero hace diez días cuando ordenó despejar a los manifestantes de la Plaza de Lafayette con antidisturbios y gases lacrimógenos sólo para hacerse una foto frente a la Iglesia de St. John con una Biblia en la mano. Este jueves, el jefe del estado mayor general Mark Milley, que le acompañó en aquel infame paseo, aprovechó su discurso de graduación en la Universidad Nacional de Defensa para pedir perdón por haber sido parte de ese cruel montaje. «Yo no debería de haber estado allí», admitió en el mensaje grabado. «Mi presencia creó la percepción de que las fuerzas armadas se involucran en política doméstica, pero he aprendido de mi error y, sinceramente, espero que todos lo hagamos», pidió.
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