MERCEDES GALLEGO
Domingo, 6 de diciembre 2020, 00:36
El 11-S abrió la puerta a una nueva generación de militares en EE UU, curtidos en las guerras de Irak y Afganistán, obsesionados con la amenaza musulmana y resabiados con los aires de Harvard del primer presidente negro, un novato premiado con el ... Nobel de la Paz antes de ser investido, que les ataba las manos con sus melindres.
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Michael Flynn era uno de ellos. Criado en una familia católica de Nueva Inglaterra, pertenecía a lo que en el Pentágono llamaban «la mafia irlandesa». Para él, el islam «no es una religión, sino una ideología política torcida para destruir la civilización judeocristiana», escribió en su libro 'El campo de batalla: Cómo ganar la guerra global contra el islam radical y sus aliados'. El coautor de este bestseller publicado en 2015, en los albores de la campaña de Donald Trump, era el ideólogo de ultraderecha Michael Ledeem, que pedía una guerra global contra los «islamofascistas», a los que consideraba «yihadistas y excomunistas aliados contra Estados Unidos». Con su ayuda, Flynn encontró oídos más receptivos a su islamofobia y teorías de la conspiración que en el gobierno que lo repudió, apenas dos años después de nombrarlo director de la Agencia de Inteligencia Nacional.
El desprecio que este grupo de militares sentía hacia el equipo del presidente Obama había quedado retratado en un artículo mítico de Michael Hastings en 'Rolling Stone' que costó el puesto al general Stanley McChrystal, comandante de las fuerzas de Estados Unidos y la OTAN en Afganistán durante el mes que el periodista empotrado dedicó a entrevistarle para ese perfil. McChrystal y su camarilla se mofaron abiertamente de Biden frente al joven periodista, que moriría tres años después en un accidente de coche. La guerra de Afganistán no iba bien. Acababa de sobrepasar a la de Vietnam como la más larga en la historia norteamericana y los generales culpaban de ello al Gobierno.
McChrystal había reclutado a Flynn para revolucionar la estrategia de los comandos de fuerzas especiales, a los que dotó con importantes pistas de inteligencia obtenidas en los interrogatorios de prisioneros y en cualquier cosa que llevaran encima o encontrasen a su alrededor. El general había comenzado su carrera con la invasión de Granada y el despliegue en Haití, pero fue su trabajo como director de inteligencia en Afganistán y luego durante la invasión de Irak lo que le granjeó el respeto de sus colegas. Junto a McChrystal conseguiría aumentar significativamente los golpes al enemigo con tal obsesión que ni siquiera acudió a la boda de su único hijo.
Su mentor tuvo que dimitir tras la publicación del artículo en 'Rolling Stone' y se retiró del Ejército, aunque fue rescatado por Michelle Obama para su comité de asesores en apoyo de las familias de soldados. Como dicen los militares, se «comió la bala» por sus hombres para que gente como Flynn pudiera llegar a los más altos rangos del Pentágono y cambiar la política que consideraban fallida. Solo que en Washington ya no era posible esconder la irreverencia de Flynn y las disparatadas teorías de la conspiración que anidaba. Sus asesores intentaban quitárselas de la cabeza. A casi todos les caía bien por su estilo directo e informal que no requería pleitesía. Les daba carta blanca para expresarse sin formalismos y llevarle la contraria, pero el 'feeling' no fluía igual hacia la cúpula.
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Dicen que Flynn se quedó «lívido» cuando James Clapper lo llamó a su despacho para comunicarle el cese. Se retiró del Ejército y siguió el camino de otros prestigiosos generales como comentarista televisivo, la mejor manera de captar la atención de Trump. «Es un tipo estupendo, sabe escuchar», dijo de él antes de que le fichase como asesor de su campaña. Por fin sus teorías conspiratorias habían encontrado oídos atentos y un megáfono en la Convención Nacional del Partido Republicano.
Esa cumbre política de Ohio en la que se coronó a Trump como candidato presidencial también convirtió a Flynn en estrella al acuñar desde el escenario el famoso «Lock her Up!» (¡Enciérrala!) que se repetiría en todos los mítines del candidato republicano. La campaña contra Hillary Clinton le había dado la oportunidad de desquitarse de la secretaria de Estado y del presidente. «Si un tipo como yo, que conoce este negocio, hubiera hecho una décima parte de lo que ella hizo (durante el asedio al consulado de Bengazi), hoy estaría en la cárcel», dijo ese 18 de julio de 2016.
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La frase resultó profética. Seis meses después estaría delante del FBI mintiendo bajo juramento sobre sus contactos con Rusia y los trabajos que había hecho para gobiernos extranjeros como Turquía sin declarar que fuera lobista. Flynn se declaró culpable de haber faltado a la verdad a la agencia y luego trató de retractarse con el argumento de que le habían engañado, lo que indignó al juez Emmet Sullivan. Para él, Flynn les había vendido a los rusos; para los generales que le conocieron, eso era ridículo. Flynn era un patriota y se merecía el perdón que le expidió Trump la semana pasada, el primero de la traca final con que premiará a sus leales.
No son perdones reservados para reos arrepentidos. Flynn todavía esperaba sentencia y ahora está de vuelta en las redes sociales con más fuego que nunca. Su consejo ante el «fraude» electoral es «invocar una ley marcial limitada para convocar nuevas elecciones a toda página en los periódicos y, si los legisladores, los tribunales o el Congreso no lo aceptan, suspender la Constitución temporalmente», tuiteó este martes. Y es que «la libertad nunca se arrodilla ante nada excepto Dios», defiende orgulloso. Ese Dios es Donald Trump, inmortalizado para siempre frente a hombres como él.
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