Cualquier análisis de los hechos que tuvieron lugar el pasado 6 de enero en la capital de los Estados Unidos tiene que partir de su absoluta excepcionalidad. Estamos hablando del asalto al Capitolio, la sede del Congreso de los Estados Unidos, es decir, ... del poder legislativo federal norteamericano. La única vez en más de doscientos años de historia que ese 'sancta sanctorum' de la democracia estadounidense fue ocupado por la fuerza ocurrió durante la llamada guerra de 1812 que los Estados Unidos sostuvieron con el Imperio británico. Los soldados ingleses ocuparon Washington, D.C. durante veinticuatro horas y prendieron fuego al Capitolio y otros edificios públicos. Nunca pensaron los norteamericanos que serían testigos de algo ni remotamente parecido.
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Pero la excepcionalidad no se queda ahí. Nunca en la historia un candidato a la presidencia de los Estados Unidos se había negado a aceptar su derrota en las urnas. La reputación de Richard Nixon no es precisamente la de un político respetuoso de la legalidad y de las instituciones. Sin embargo, cuando en 1960 perdió frente a Kennedy en la elección más reñida de lo que iba de siglo XX, aceptó su derrota. Es más, cuando un periodista neoyorquino lanzó una investigación sobre fraudes electorales en dos Estados, Nixon le pidió que no siguiera por ese camino, con el argumento del daño que se produciría a la imagen internacional del país, y con otro todavía más definitivo: «Nadie roba la presidencia de los Estados Unidos».
Es evidente que el presidente Trump ha estado muy lejos de la altura que se le supone al primer mandatario de los Estados Unidos. En una nación que se mantiene unida por el respeto a la ley y la veneración de las instituciones, su actitud ha venido a deteriorar esos lazos de unión. Por otra parte, el asalto al Capitolio ha venido a poner el foco sobre un elemento de división de la sociedad norteamericana: la raza. Las imágenes disponibles muestran una turbamulta de asaltantes compuesta casi exclusivamente por blancos. En las próximas semanas, los medios de comunicación estadounidenses irán ofreciendo una radiografía cada vez más completa de los protagonistas del asalto. Ahora sólo tenemos esas imágenes que han dado la vuelta al mundo, y en las que se ven vestimentas paramilitares y algún símbolo supremacista, como la antigua bandera de la Confederación. Vienen a la memoria unas palabras de Hillary Clinton en la campaña de las elecciones presidenciales de 2016, cuando dijo que la mitad de los seguidores de Trump entraba en lo que llamó la «cesta de los deplorables». Han sido, sin duda, esos «deplorables» los que han profanado el Capitolio.
Pero no son, ni mucho menos, la mitad de los electores de Trump. De la mayoría del electorado republicano cabe esperar que se desengañe pronto de los espejismos y las mentiras del populismo radical y que lleve de nuevo a su partido -el partido de Abraham Lincoln- a ocupar el lugar que le corresponde en las instituciones de la mayor y más antigua democracia del mundo.
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