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MercerdES GALLEGO
Domingo, 30 de agosto 2020, 00:29
El dicho de que detrás de cada gran hombre hay una gran mujer suele cumplirse, solo que algunos prefieren llevarla al lado como trofeo para destacar su papel de macho alfa en la manada. Es el caso de Donald Trump, aunque en justicia todos los ... hombres conservan algo de eso. Como en muchos otros aspectos, el atorrante presidente de Estados Unidos es una esperpéntica caricatura que exagera desmesuradamente los males de nuestra sociedad para que podamos verlos reflejados en el espejo. El contraste entre las dos mujeres que aspiran a gobernar el ala Este de la Casa Blanca durante los próximos cuatro años lo deja todavía más claro.
Para esos que consciente o inconscientemente siguen esperando que la mujer cumpla con el papel de florero para adornar a los hombres que las conquisten, Melania Trump es la perfecta Primera Dama. La modelo eslovena tiene un gusto exquisito y un plante de lujo. Todo lo que se pone le cae bien, aunque no se puede decir que sea cualquier cosa. Christian Dior, Hervé Pierre, Michaele Kors y Dolce Gabbana son algunos de sus favoritos.
A los 50 sabe desfilar mejor que su marido, pero las fotos de antaño demuestran que con su dinero también ha adquirido una clase y elegancia que no tenía cuando posaba desnuda tocándose el clítoris (literal, no eran desnudos artísticos sino pornográficos). Ahora luce mechas dulces y viste tacones de salón con más naturalidad que la reina Letizia, pero también ha sabido cumplir con el papel de perfecta esposa que buscaba Trump, siempre nostálgico de «los viejos tiempos». Para él, «the good old times» eran esos años 50 y 60 en los que la policía molía a palos a los manifestantes y «los sacaba en camilla», ha dicho. La esposa estaba relegada a llevar la casa, servir el té y dejar bien a su marido.
De la mujer florero no se esperaban muchas palabras. En ese sentido Melania Trump también ha sido impecable. Ha cultivado más la imagen que las declaraciones y con ello ha dejado sitio para el misterio. Su segundo idioma es el inglés, que pronuncia con un tono agudo casi infantil menos atractivo que los mensajes subliminales que envía a través de su atuendo. La moda es su fuerte y con ellos ha dicho más de las políticas de su marido que con ninguno de sus escasos discursos o entrevistas, en las que nunca ha querido sacarle los colores.
En contra del 'America First' (América, lo primero), ella elige con frecuencia diseñadores extranjeros, a menudo inmigrantes, y lanza mensajes subliminales que han obligado a los cronistas políticos a entender de moda. Para el primer debate tras el escandaloso vídeo de 'Access Hollywood' en el que Trump presumía de «cogerle el coño a las mujeres», eligió vestir una camisa de Gucci con un lazo de 'pussy bow'. Y cuando 'Propublica' mostró las imágenes de niños enjaulados, la primera dama se subió sola a un avión camino de la frontera con una trenca de Zara que llevaba pintado a la espalda: «I really don't care, do you?», decía al darle la espalda al presidente (A mí no me importa en absoluto, ¿y a ti?).
Hay al menos una docena de ejemplos que confirman que sus elecciones no son casualidad, por mucho que ella lo niegue. Desde el vestido celeste con mangas al codo a lo Jackie Kennedy que vistió en la ceremonia de investidura, al traje pantalón blanco que llevó al Congreso el año en que ese color se asoció al movimiento del #MeToo, pasando por el vestido verde de Hervé Pierre con el que recibió a la reina Rania, acorde con la bandera jordana.
Quienes no encajan la dulzura de su imagen y la compasión de sus discursos con la crueldad de su marido quieren pensar que es una madre incondicional atrapada en un matrimonio infeliz por el bien de su hijo Barron, al que se le atribuyen trastornos del espectro de autismo. En realidad Barron ha sido su coartada para no mudarse a la Casa Blanca en medio del curso escolar, pasar las vacaciones en Palm Beach o Bedminster mientras su marido está en Washington, o dormir en la casa que le alquiló a sus padres cerca del colegio de Barron, en Virginia.
La periodista del 'Washington Post' Mary Jordan asegura en el libro 'The Art of Her Deal' que Melania aprovechó el interés de su marido para que se mudase a Washington para renegociar el acuerdo prenupcial, que ahora le asegura el futuro a su hijo con una herencia más ventajosa.
Lejos de ser la esposa subyugada, Jordan asegura que Melania controla su imagen más que su marido, motivo por el que sus amigos de antes de casarse no han vuelto a saber de ella, para no poder disputar el pasado que ha reescrito como «supermodelo». Nadie ha podido verificar que hable cuatro idiomas, como clama, ni casan los detalles de cómo se conocieron. «Se parecen más de lo que la gente cree», ha dicho la periodista sobre la pareja presidencial. Aunque duermen en camas separadas y a menudo ocupan habitaciones distintas en el mismo edificio, el magnate confía en el criterio de su mujer y se le da crédito por haber recomendado a Mike Pence para vicepresidente, porque le pareció menos ambicioso que los otros candidatos. Alguien que estaría satisfecho con el papel de segundo y no protagonizaría conspiraciones de palacio.
Su mayor iniciativa como primera dama ha sido un programa contra el acoso infantil en las redes sociales que para ella es algo personal, porque su hijo Baron debe de ser objeto de muchas burlas. Viajó sola a esos países africanos a los que Trump se refiere como «agujeros de mierda», posó con mascarilla en Twitter cuando el presidente lo consideraba una posición política en contra suya y se compadeció de las víctimas en la convención.
Esos son todos sus méritos, además de auspiciar cenas de estado y grabar vídeos de sí misma como anfitriona y redecorar el Jardín Rosado, donde ha cambiado rosas por un cemento que permitiera el jueves una entrada triunfal en tacones de aguja.
«La metáfora esta vez es clara como el agua», observó la revista 'New Yorker' en 'La Especial Hipocresía de Melania Trump en la Convención'. «Privado de la vida, el jardín ahora funciona mejor como escenario». Y al enfatizar la empatía en su discurso dejaba en evidencia la falta de ella en su marido, como observó el 'Washington Post'. «La verdadera historia de ese discurso no es lo que leyó del teleprompter, sino la trampa en la que cayó la prensa», sentenció 'The New Yorker'.
La semana antes Jill Biden también había preparado el escenario para su discurso estelar en la Convención del Partido Demócrata, pero no en un glamuroso escenario iluminado para entrar como en un plató de televisión, sino en el aula del instituto de Wilmington (Delaware), donde daba clases antes de mudarse a Washington. El foco no era ella, sino el silencio inquietante de las aulas que la pandemia ha dejado vacías. «La enseñanza no es lo que hago, es lo que soy», lapidó.
Furiosamente independiente, la doctora Jill se negó a dejar su trabajo incluso cuando su marido se trasladó a la Casa Blanca como vicepresidente, porque no quería que esa vorágine la absorbiera hasta perder su propia identidad, ha contado. Al principio usaba el apellido de su anterior matrimonio, después de sacarse el doctorado ya en la cincuentena y el máster mientras estaba embarazada, para evitar que la asociaran. Michelle Obama la recuerda siempre corrigiendo exámenes durante la campaña y todavía este año la conjugaba con las clases de lunes a viernes, desplegando los poderes de 'superwoman' con que las mujeres independientes se duplican.
La actuación de Melania esta semana fue impecable, pero para Jill Biden la conexión entró en directo unos segundos antes de que empezara a caminar por el pasillo vacío del Instituto Brandywine. Esa cámara traicionera la cogió vacilante y nerviosa mientras se frotaba las manos y ensayaba los pasos con cara de asustada. A pesar de que también tiene delirio por la moda y viste Manolos, los hombros vencidos hacia adelante delatan muchas horas inclinada sobre los libros que no ha corregido ni con el deporte o la costumbre de correr ocho kilómetros diarios.
Sólo le quedan meses para cumplir los 70 y aunque podía haber pasado por actriz de Hollywood en las fotos de los años 70, la actual primera dama siempre le ganará en la portada de las revistas. Es el currículum de la doctora Biden como profesora y filántropa lo que la dejará en evidencia.
Jill Stevenson se enamoró antes de los hijos de Biden que del senador, que le pidió matrimonio cinco veces antes de que aceptase. La tragedia familiar del hombre que perdió a su mujer y su hija pequeña en un accidente de tráfico cuando volvían de comprar el árbol de Navidad con sus tres hijos en el coche conectó con la genuina empatía que recuerdan sus alumnos muchos años después. Se hizo madre de los pequeños y amiga de todas las familias militares cuando el mayor se alistó al Ejército tras el 11-S. Creó una fundación para alertar sobre el cáncer de pecho después de que este trastocara la vida de tres de sus amigas y un programa de lectura en un hospital psiquiátrico para adolescentes cuando el menor de los Biden mostró traumas emocionales.
También ella influyó en su marido para que eligiera a Kamala Harris como vicepresidenta, pero porque confía en la amistad que trabó la exfiscal de California con su hijo, fallecido de cáncer, cuando trabajaban juntos contra los bancos. Tiene en común con Melania Trump su reticencia a la carrera presidencial, que venció por pura rabia cuando George W. Bush ganó la reelección después de haber invadido Irak con el falso pretexto de las armas de destrucción masiva. «Literalmente me puse de luto durante una semana», contó. «Yo estaba tan en contra de la guerra de Irak que no me podía creer que hubiera ganado».
Se podría decir que Jill es la mujer detrás de Joe Biden, pero en realidad es la que va por delante. Dos veces ha saltado delante de él para protegerle -antes incluso de que lo hicieran los servicios secretos- cuando algún manifestante ha irrumpido en el escenario. El papel de poder en la sombra se lo deja a la hermana menor de Biden, Valerie, que ha dirigido todas sus campañas durante casi medio siglo.
Jill es la mujer capaz de comerse una bala por él, la que le defiende cuando alguien le acusa de acoso sexual y la que utilizará el poder de su cargo para causas altruistas. Quiere cambiar el mundo y, como muchas mujeres de su tiempo, sabe que necesita de otras vidas masculinas para hacerlo. Como Melania Trump, ha hecho un contrato de vida con su marido. Todo el mundo tiene un precio y estas mujeres también.
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