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MERCEDES GALLEGO
CORRESPONSAL. NUEVA YORK
Jueves, 30 de junio 2022, 21:57
Cuando los encontraron en un tráiler que olía a carne cocida eran solo un amasijo de cuerpos entrelazados, «tan calientes que quemaba tocarlos», dijo el jefe de bomberos de San Antonio, Charles Hood, que ha tenido que buscar ayuda psicológica para sus hombres. Poco a ... poco, la oficina del forense del condado de Bexar ha ido desenredando la madeja de los sueños y miserias que unieron a los 53 fallecidos de la mayor tragedia migratoria ocurrida en EE UU, abandonados dentro de un camión sin agua ni aire acondicionado al pie de la autopista cerca de San Antonio (Texas).
Hace falta recurrir a las investigaciones y reportes periodísticos de cinco países para devolverles la vida que se extinguió a fuego lento. «Nuestro equipo está dedicado con mucha a pasión a ponerle nombre a cada una de las vidas que representaban», dijo al 'Washington Post' un portavoz del condado. Por ahora eso incluye a 27 mexicanos, 14 hondureños y 7 guatemaltecos, pero falta identificar cinco cadáveres. Las autoridades consulares colaboran en un proceso de ida y vuelta hasta aldeas remotas para conectar cualquier identificación, tarjeta o número de teléfono que portasen. El balance mortal aún puede subir, porque según el director de Inmigración de México, Francisco Garduño, la carga humana del camión ascendía a 67 personas, entre las que había al menos dos adolescentes de 13 años.
Se cree que subieron en Laredo, ilusionados de haber alcanzado por fin la tierra prometida, y convencidos de que ya acariciaban el sueño americano. «¡Salimos, mamá!», fue lo último que supo Magdalena Tepaz de su hijo Wilmer Tulul, que a los 13 se había lanzado a la aventura con su primo Pascual Melvin, de la misma edad. Seguían la ruta de tantos otros vecinos de su pequeña aldea de indígenas quiche en Tzucubal, en el corazón de las montañas guatemaltecas, donde los 1.500 habitantes subsisten de lo que cultivan y las remesas que envían quienes ya emigraron a EE UU.
La mujer, madre soltera de dos hijos, ni siquiera habla español. Su hijo y el primo apenas lo chapurreaban, pero crecieron juntos, soñado juntos y el lunes murieron juntos. «Quería que estudiaran en EE UU», contó a la agencia Associated Press a través de un intérprete. «Ellos querían encontrar trabajo y ayudarme a construir mi casa», sollozó. Tenían familiares que los esperaban en Houston y habían juntado el dinero para pagar a los traficantes hasta que ellos pudieran devolvérselo.
Como en los aviones, cada uno había pagado una tarifa distinta. Los familiares de Wilmer, 6.000 dólares, de los que se ahorrarán la mitad porque la mercancía nunca llegó a destino, y los traficantes no están en condiciones de reclamárselo. Al sospechoso de conducir el camión, Homero Zamorano, de 45 años, lo encontró la Policía escondido en unos arbustos cercanos, con la aparente intención de hacerse pasar por uno de los supervivientes.
Las cámaras de las patrullas fronterizas lo retrataron al volante por la interestatal 35 que atraviesa Texas, aunque el vehículo nunca cruzó la frontera. Las llamadas registradas en su teléfono han permitido detener también a Christian Martinez, de 28 años, acusado de una conspiración para transportar indocumentados con resultado de muerte, y a los hermanos mexicanos Juan Claudio y Juan Francisco D'Luna-Mendez, de 23 y 48 años respectivamente, acusados de delitos relacionados con armas.
Si Magdalena Tepaz esperaba que sus hijos le construyeran una casa en su aldea de Guatemala, Yolanda Olivares tuvo que vender la suya en el pueblo mexicano de San Marcos (Veracruz) para pagar los 10.000 por cada uno de sus dos hijos y el primo que emprendieron el camino a los 16 años. Lo último que supo es que estaban en un almacén de Laredo esperando a que los recogieran, después de haber cruzado a nado el Río Grande con el coyote, «un hombre amable» que ya había «ayudado» a otros parientes. Uno de ellos les esperaba en Austin. «¡Estaban tan entusiasmados sabiendo que a la mañana siguiente ya estarían allí», contó devastada la madre al 'Washington Post'. El mensaje del teléfono lo ha borrado, para no volver a escucharlo. «Ya no me quedan ni lágrimas».
No todos eran tan humildes. Desde Las Vegas (Honduras), Karen Caballero contó que sus hijos habían trabajado duro para pagarse los estudios, pero no pudieron encontrar un trabajo. «Siempre les decían que les faltaba experiencia. Uno piensa que estando preparados podrían tener futuro en EE UU», lamentó.
A Fernando José Redondo Caballero, de 20, su hermano Alejandro Miguel Andino, de 24, titulado en Marketing, y a la novia de este, Margie Tamara, de 25, graduada en Económicas, les había ayudado a pagar la señal su hermano menor, de 18. «Alejandro estaba un poco asustado. Me dijo, «mamá, si no volvemos…», contó ella. «No digas eso, que no vas a ser ni el primero ni el último que se vaya a EE UU de mojado», atajó ella. Y en eso tenía razón.
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