Felipe de Edimburgo, duque por matrimonio y príncipe por obra y gracia de su esposa para que su heredero, el príncipe Carlos, no lo superara en rango, siempre caminó un paso por detrás de Isabel II. Llegó a decirse en alguna ocasión que ese ... hombre no era de este mundo. Su vida, su larga vida, ha dado y dará para escribir mil historias. Será recordado como el consorte que más tiempo acompañó en el trono a una reina. Y también como un Dios. Así, en mayúscula. Lo era, lo es, para los habitantes de Vanuatu, un pequeño país compuesto por 83 islas en el Pacífico Sur.
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De acuerdo a las creencias de los Yaohnanen, un hijo de un espíritu de la montaña de la isla, descendiente de una deidad de piel pálida, viajó a una tierra lejana para casarse con una mujer rica y poderosa. La única mujer exótica que conocían en la tribu era la reina de Inglaterra, a la que veían en las fotografías que les mostraban los funcionarios coloniales ingleses. Por tanto, si el marido de la mujer poderosa es el hijo del espíritu de la montaña entonces se estaba hablando del príncipe Felipe. Encantado con este 'cargo', el duque de Edimburgo no quiso dar un disgusto a los aborígenes (un gesto que algunos critican por racista), y así será, para siempre, el Dios de los Yaohnanen.
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En este sentido cabe destacar una de las anécdotas del duque de Edimburgo durante un viaje a un centro indígena de Queensland. Allí conoció a los Djabugay y a los Yirrganydji. «¿Pero esto de qué va? ¿Todavía se tiran ustedes lanzas unos a otros?». O la felicitación a los ingleses que recorrieron Papua Nueva Guinea: «Enhorabuena. Han conseguido no ser comidos». Pero ni a los Yaohnanen ni a los británicos les ha importado demasiado el humor cáustico, o la mala educación, o incluso la xenofobia, según se mire, del duque de Edimburgo. Todos ellos le guardarán, para siempre, un hueco en sus corazones.
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