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China apuesta sin fisuras por la electrificación de la movilidad -es el país con más vehículos eléctricos-, y se ha convertido en la principal potencia manufacturera de elementos clave para energías renovables como la solar, de la que también es el territorio con más potencia ... instalada. Occidente, que va por detrás en esas tecnologías, trabaja en paralelo para desarrollar otras apuestas complementarias: desde el hidrógeno verde, hasta los combustibles sintéticos. La máxima es adoptar una estrategia de descarbonización que sea tecnológicamente neutra: o sea, que se le permita a cada tecnología hacer su aportación a la solución de una emergencia climática que, afortunadamente, cada vez menos ponen en duda.
Pero todas contaminan. Siempre se emite CO2 en algún momento del proceso. Los vehículos eléctricos, por ejemplo, no despiden ningún gas durante su uso, pero la extracción de las materias primas necesarias para fabricar sus baterías -en su mayoría en países subdesarrollados en los que nadie respeta legislación medioambiental y laboral alguna- sí que es sucia. Y lo mismo se puede decir de la suerte que corren esas baterías cuando se han degradado. Además, solo son realmente limpios si se cargan con energía renovable.
Por si fuese poco, esta transición energética está transformando las relaciones de interdependencia que se han forjado durante la era de los combustibles fósiles. La voz cantante ya no la llevan los productores de petróleo, forzados a diversificar su economía antes de que se les acabe el chollo, sino China. Y, por eso, Occidente impulsa tecnologías que reduzcan su dependencia del gigante asiático. Es una necesidad estratégica.
Hoy analizamos esta coyuntura desde tres perspectivas diferentes.
Batalla de tecnologías en busca de la autosuficiencia.
La contaminación que el consumidor no ve.
Lo que más importa es el precio.
En las tecnologías del siglo XX, China tenía claro que no podía competir con Occidente. Un buen ejemplo es el motor de combustión. Como mucho, podía aspirar a copiar y a fabricar productos decentes cuyo atractivo estuviese en su relación calidad-precio, pero no en la excelencia. Lo mismo sucedió con los teléfonos móviles hasta la irrupción del 4G. No obstante, la estrategia productiva que atrajo ingentes cantidades de inversión extranjera permitió al gigante asiático crear la industria más potente del mundo. Y, con ella, sus propias multinacionales.
El siglo XXI le ha dado la oportunidad de dar un salto al frente y liderar el desarrollo de tecnologías que van a ser clave para la Humanidad. Una vez más, tanto automóviles como teléfonos móviles son buenos ejemplos para demostrarlo, aunque ahora los primeros son eléctricos y los segundos están cerca de conectarse a redes 6G. En ambos casos, China lidera todo el proceso: desde el desarrollo de la tecnología clave para estos productos, hasta su manufactura, pasando incluso por la extracción de las materias primas necesarias para que sean una realidad. De hecho, procesa la gran mayoría de las tierras raras que casi todas las nuevas tecnologías requieren.
Ningún otro país cuenta con esta capacidad. Y eso ha convertido al Gran Dragón en una potencia sin igual en sectores tan relevantes para la transición energética como el solar -fabrica más del 80% de los paneles a nivel global-, el eólico -una cuota de mercado del 60%-, o el de la movilidad eléctrica -también produce el 60% de todos los vehículos eléctricos-. Además, su presencia en la cadena de suministro global es tan abrumadora que resulta imposible para sus competidores fabricar alternativas sin sus componentes.
Con la experiencia de la pandemia aún suficientemente fresca como para no haberla olvidado, Occidente es consciente de que esta dependencia no le favorece. Por eso, de momento impone aranceles para reducir el atractivo de los productos chinos y sacarles al menos un poco de jugo fiscal para las arcas estatales. Pero, a medio plazo, es evidente que la autosuficiencia pasa por desarrollar alternativas que reduzcan la dependencia de China. Opciones cuyos componentes y/o materias primas puedan crearse en nuestro entorno. A ese respecto, España apuesta fuerte -aunque parece que cada vez menos- por el hidrógeno verde, y Europa también mira cada vez con mejores ojos a los biocombustibles y los combustibles sintéticos. Aunque sí emiten CO2 durante su uso, como los ingredientes con los que se producen -por ejemplo, aceite de cocina usado- capturan CO2, los productores argumentan que el resultado neto es cero. Y que eso es lo que al final realmente importa.
Hay algo indiscutible: existir contamina. La actividad humana que requiere energía, contamina. Incluso la que se hace con plena conciencia medioambiental. Tendemos a pensar en las emisiones derivadas directamente del uso de algo, pero no en las que se producen para la fabricación de ese producto -o de la energía que utiliza- y de las derivadas de su gestión cuando se tira.
Por ejemplo, para extraer un kilo de lutecio, una de las tierras más raras, hace falta cribar 200 toneladas de mineral. El litio es mucho más abundante, pero para dar con él hay que utilizar elementos como ácido sulfúrico o hidróxido de sodio, que penetran en el suelo y contaminan el ecosistema en torno a la mina. Y todo esto no tiene en cuenta el agua y la energía que son necesarias para extraer y purificar estos materiales.
Según un estudio publicado por Nature, la demanda de litio se multiplicará hasta por 40 para 2050. Proporcionará las baterías necesarias para moverse sin emitir CO2 y para que podamos continuar utilizando nuestros dispositivos móviles. Aunque se experimenta con nuevas fórmulas para producirlo, todo apunta a que, si bien será clave para solucionar un problema, también provocará otros nuevos. Porque, en algunos casos, el impacto medioambiental de la minería de tierras raras supera al del carbón o el petróleo.
Como critican los agricultores europeos que se manifiestan en los últimos tiempos, nuestros gobernantes aprueban estrictas normativas para la producción en el Viejo Continente pero luego miran hacia otro lado cuando importan productos de otros lugares. Sucede algo similar con el gas: no queremos hacer 'fracking' para sacarlo, pero se lo compramos licuado a Estados Unidos, que no tiene problema en obtenerlo por esta vía. Y tampoco vetamos el ruso porque, oiga, Vladímir Putin será satanás, pero necesitamos calentarnos en invierno.
Si mirásemos con lupa de dónde vienen las materias primas con las que se producen los bienes que consumimos, muchas veces nos llevaríamos las manos a la cabeza. Es la huella que no vemos, porque la hemos deslocalizado. Así podemos sacar pecho y afirmar que somos campeones en la lucha contra el cambio climático, mientras el trabajo sucio se hace lejos. Pero sin tener en cuenta que sigue siendo el mismo planeta.
Que la conciencia medioambiental crece es indudable. Pero que el impacto que tiene en el consumismo es pequeño, también. Y, al final, la mayor huella es la que dejamos al consumir. No obstante, a la hora de tomar una decisión con la cartera la mayoría lo tiene claro: que se vacíe lo menos posible. Sobre todo en ropa y en aparatos que tienen los días contados desde el principio. Si eso supone que el producto va a durar dos telediarios, pues vale. Ya hemos interiorizado la obsolescencia programada y nosotros mismos la impulsamos cuando sustituimos aparatos que funcionan correctamente porque otros nos resultan más atractivos.
Además, el auge de plataformas chinas como Aliexpress o Temu y de marcas como Shein demuestran que preferimos -sobre todo, los más jóvenes- comprar muchos productos de baja calidad que menos pero de buena calidad. Y que tampoco nos hace perder el sueño la huella de carbono que dejan en el largo camino desde Oriente. Ni las condiciones en las que han sido fabricadas. Al final, el precio se impone casi siempre.
Como dice el responsable de la firma de inversiones BlackRock, Larry Fink, «nadie apoyará la descarbonización si requiere que dejemos de calentarnos en invierno y de refrescarnos en verano; o si el coste de hacerlo es prohibitivo». Por eso, cada vez son más las voces que demandan la introducción de un impuesto de carbono para restar atractivo al precio de los productos que más contaminan. ¿Puede ser una solución?
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