Pablo M. Díez
Enviado especial a Palu (Indonesia)
Martes, 2 de octubre 2018, 16:34
La devastación se aprecia a vista de pájaro cuando el avión, batiendo ruidosamente sus hélices, desciende por la bahía de Palu para aterrizar en su aeropuerto, donde la torre de control resiste a duras penas resquebrajada por el potente terremoto del viernes. El seísmo, de ... magnitud 7,5, desató un tsunami con olas de hasta seis metros que barrieron con todo lo que encontraron a su paso. Desde el aire, una enorme mancha de tierra y escombros revela el rastro destructor del tsunami, que golpeó con rabia la costa acelerado como si hubiera disparado por un cañón por la alargada estrechez de la bahía.
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Nada más aterrizar, la bienvenida a la catástrofe la dan los Hércules del Ejército indonesio y la multitud desesperada que, acarreando sobre sus cabezas bultos con sus escasas pertenencias, aguardan a pie de pista para subirse a estos aviones de transporte y salir por fin del infierno en que se ha convertido su ciudad. Sin electricidad ni apenas comida ni agua, algunos llevan esperando ya cuatro o cinco días y no ven el momento de marcharse. Todavía quedan heridos que, enganchados a sus botellas de suero, son evacuados en camillas, ancianos que son ayudados a andar por sus nietos y, sobre todo, muchos niños a los que sus madres protegen del sol con sus velos.
«Hemos estado esperando un día y medio y por fin podemos partir hacia Macasar», se congratula Ari, un funcionario municipal de 38 años, refiriéndose a la capital de la provincia de la isla de Célebes, a dos horas de vuelo. Sin poder ocultar su alegría, va acompañado por su esposa y sus dos hijos, de siete y un año y medio, camino de los Hércules C-130 que traen ayuda humanitaria y se llevan a los evacuados en grupos de 70.
Sacudida por una doble catástrofe natural, primero un terremoto y luego un tsunami, Palu es la «zona cero» de esta nueva tragedia que asuela a Indonesia. Al menos de momento, ya que todavía quedan varias localidades vecinas a las que no se ha podido llegar porque las carreteras están cortadas por corrimientos de tierra. Sin comunicaciones telefónicas, las autoridades temen que en dichos lugares haya miles de muertos, pero no se sabrá hasta que los equipos de emergencia lleguen en los próximos días. De momento, el último balance oficial de víctimas mortales asciende ya a más de 1.200, la mayoría en Palu.
«Esta mañana han encontrado el cadáver de mi madre y, esta tarde, el de mi sobrina», cuentan a ABC las hermanas Diana y Alde Takko, que siguen buscando a su padre y a otra sobrina entre los escombros de la casa familiar. Ubicada a menos de cien metros del mar en el barrio de Besusu, al este de Palu, fue engullida por el tsunami, que arrasó el paseo marítimo llevándose por delante los coches, motos y edificios que encontró en su camino.
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Entre las ruinas, se cuela el hedor de los cuerpos en descomposición sepultados bajo los cascotes, que llega a aturdir cuando alguien abre la bolsa naranja donde yace el cuerpo de Shallom Cinara Elmira, la sobrina de ocho años de las hermanas Diana y Alde. Sin poder contener el morbo, algunos curiosos se abalanzan de inmediato para ver el cadáver y hasta hacerle fotos con el móvil. Como si el espíritu de la pequeña se vengara por tan irrespetuosa curiosidad, su estado es tan lamentable que hace vomitar a algunos. Entre lágrimas, la madre acompaña al cortejo fúnebre cuando se la llevan en el saco naranja para enterrarla siguiendo el rito católico que profesa la familia, minoritario en este país musulmán.
En el interior de la ciudad, la devastación no la causó el tsunami, sino el terremoto, que tumbó los edificios como si fueran casitas de papel. En el hotel Roa-Roa, que se vino abajo cuando se quebraron las plantas segunda y tercera, los equipos de rescate siguen buscando a una treintena de sus huéspedes con perros adiestrados. De momento se han recuperado siete cadáveres, incluyendo tres este martes, y siete personas con vida, pero una de ellas falleció después en el hospital. «No me puedo creer que haya ocurrido esta tragedia porque construimos el hotel hace cuatro años y estaba preparado para resistir hasta un terremoto de magnitud 8», explica su dueño, Denny Liem, visiblemente conmocionado. Aunque asegura tener seguro, está por ver si cubrirá una causa de fuerza mayor como un terremoto y una investigación tendrá que determinar la solidez de la estructura del Roa-Roa, una de las postales del horror de esta tragedia.
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Cerca de allí, sobre el centro comercial Ramayana también parece haber caído una bomba. Bajo su derrumbada fachada amarilla, unos grupos de jóvenes tratan de sacar la gasolina de los coches destrozados y otras entran a través de las ventanas rotas para llevarse lo que necesitan en estos días de escasez. «Viví el tsunami del Índico en 2004, del que todavía tengo pesadillas, y ahora me ha tocado este terremoto», se lamenta Merry Agustina Sibarani, todavía traumatizada por el temblor. Superviviente de dos catástrofes, no tiende dudas en afirmar que «esto ha sido como el tsunami de hace catorce años».
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