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dagoberto escorcia
Sábado, 27 de agosto 2022, 22:09
Entre el mal y el bien o entre la verdad y la mentira. No hay brasileño que omita estas definiciones cuando es preguntado por las presidenciales previstas para el 2 de octubre –la primera vuelta– y el 30 del mismo mes, la segunda, si fuera ... necesario. Brasil, ese país al que solo oír su nombre cualquier extranjero asocia a la alegría, al carnaval, a la samba y al fútbol, vive la mayor división de su historia reciente. Y la vive con una dosis de pasión que muchos de sus ciudadanos no habían experimentado. Están obligados a elegir su próximo presidente entre dos candidatos que son de sobra conocidos. O Jair Bolsonaro (67 años), actual mandatario, o Luiz Inácio Lula da Silva (76), que encabezó el Gobierno entre 2003 y 2010.
La campaña electoral oficialmente comenzó hace unos jornadas, pero Brasil lleva varios meses ya digiriendo las controvertidas declaraciones y acusaciones de ambos candidatos y las autoritarias actuaciones del actual presidente en beneficio de sus aliados o de potenciales votantes que podrían mantenerlo en el poder.
Poco más de la mitad de los ciudadanos desean que Bolsonaro continúe cuatro años más. Lo consideran un Dios que lucha contra el sistema político, que no tiene miedo de imponer sus decisiones y que está rescatando los valores que representaron al país con más habitantes del continente durante el Gobierno militar. Bolsonaro cree firmemente estar protegido por lo divino, al mismo tiempo que es un defensor de la tenencia de armas porque, según mantiene, «un pueblo armado jamás será esclavizado».
Su doctrina rechaza la ideología de género en las escuelas, dice respetar la vida desde su concepción, se opone a legalizar las drogas y descarta convertirse en un aliado del comunismo. «Hoy vamos a hablar de política para que mañana nadie nos prohiba creer en Dios», dijo en el discurso inaugural de su campaña, en Minas Gerais, donde fue apuñalado en 2018. «La ciudad donde renací», manifestó orgulloso mientras su esposa, Michelle, invitaba al numeroso público presente a rezar un padrenuestro.
La oposición a Bolsonaro sostiene que las personas que hoy le apoyan son las mismas que criticaron duramente el Ejecutivo de Lula y del Partido del Trabajo por la distribución de dinero para los pobres y también por una relación muy sospechosa con el Congreso Nacional. En efecto, una de las últimas actuaciones de su gabinete ha sido la de extender la exención de impuestos a los pastores en medio de una campaña dirigida a los evangélicos, religión a la que pertenece su esposa.
Si Bolsonaro fue apuñalado, Lula pasó 580 días en prisión. Recuperó los derechos políticos en 2021 cuando la Corte Suprema anuló las dos sentencias que pesaban en su contra por corrupción y por las que fue encarcelado. Es la sexta vez que presenta su candidatura. Ganó en 2002 y 2006, y de nuevo lidera las encuestas, con un 44% en intención de votos, mientras que Bolsonaro suma el 32%, aunque algunas fuentes aseguran que el actual presidente cada día resta distancia a su opositor.
Líder sindical, defensor de la clase obrera y de la población más vulnerable, Lula se vanagloria que durante sus ejecutivos sacó a treinta millones de brasileños de la pobreza. «Este país tiene que volver a ser respetado en el mundo», anunció en su primer discurso de campaña en una fábrica de obreros. Sus palabras fueron más fuertes. «Te quiero decir, presidente genocida, que no queremos un Gobierno que distribuya armas. Queremos que distribuya libros. No queremos un Ejecutivo que alimente el odio. Queremos uno que alimente el alma y el amor». Acusó a Bolsonaro de negacionista, de no creer en la ciencia, ni en la medicina. Solo en su mentira porque si hay alguien que está poseído por el demonio es Bolsonaro. «Es un mentiroso como no había visto nunca otro», señaló.
El peligro de un autogolpe de Estado por parte de Bolsonaro poco a poco ha ido mermando. El presidente llegó a cuestionar la legitimidad del sistema electoral y algunos pensaron que podía cancelar los comicios. El politólogo y profesor estadounidense Steven Levitsky ha llegado a comentar que «un segundo mandato de Bolsonaro sería muy peligroso para la democracia en Brasil. Le permitiría un mayor control sobre los tribunales y otras instituciones». Levitsky lo compara con Donald Trump.
Más lejos fue el escritor Paulo Coelho cuando el pasado 25 de julio publicó en su cuenta de Twitter: «El presidente no es tonto. Sus provocaciones 24/7 empujan al país a la confrontación: sabes que vas a perder, estás armando tu ejército privado, no necesitas a las Fuerzas Armadas en su conjunto. Solo unos cuantos generales y tendremos un Francisco Franco todavía en septiembre, antes de las elecciones. Espero estar equivocado». La amenaza de un autogolpe de Estado lleva rondando la cabeza de muchos brasileños, no solo de uno de los novelistas más leídos en el mundo.
En unas elecciones tan polarizadas como casi todas las últimas que se han celebrado en Sudamérica, un poco más de la mitad de los brasileños desaprueba la gestión del Gobierno de Bolsonaro y al mismo tiempo lo considera la razón de todos los males. Lo acusa de ser un destructor de todo aquello que va en su contra, un antidemocrático, responsable directo de la vuelta de la inflación –en junio llegó hasta el 11,89%, en julio bajó a 10,1%–, del hambre, de los más de 675.000 fallecidos por la pandemia y de muchos otros problemas económicos y sociales que Brasil está viviendo. Desde luego no es su mejor carnaval, ni tampoco una samba para bailar.
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