Mikel Casal

Bolsonaro, el 'mesías' superado por la pandemia

El esperpento marca la agenda del presidente de Brasil, la sexta economía mundial. El virus que despreció le ha acorralado, mientras la Justicia le investiga a él y a sus hijos

Domingo, 7 de junio 2020, 09:21

No se puede negar que el presidente de Brasil está dotado para el espectáculo, aunque sea haciendo de bufón en tiempos de tragedia. A Jair Bolsonaro -65 años, militar de carrera y político-, la pandemia le ha retratado enarbolando una bandera que desentona con ... lo que se espera del líder de la sexta economía mundial. Un absoluto desprecio por la ciencia y su negativa a sacrificar el crecimiento económico se han confabulado para aupar al país hasta el segundo puesto de ese ranking funesto que conforman las víctimas del Covid-19. Sus patinazos y salidas de tono se cuentan por decenas, hasta el esperpento.

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Bolsonaro llevaba trece meses al frente del país cuando estalló la pandemia. Tras 25 años en el Congreso, un apuñalamiento en plena campaña y unas elecciones ganadas por amplio margen, tenía vía libre para modelar un gobierno a su imagen y semejanza. Aupado al poder por los ciudadanos ricos -y blancos-, su estilo agradaba en un país sumido en el desencanto por los casos de corrupción que, primero, llevaron a Lula da Silva a prisión, y después se cobraron también la cabeza de su heredera, Dilma Rousseff.

Arquetipo de la ultraderecha, Jair anunció a los cuatro vientos que desmantelaría el Estado y combatiría el enchufismo. Él, que tiene a cuatro miembros de su familia ocupando cargos de la Administración -tres hijos y un hermano-, además de una larga lista de amigos.

Su perfil es diáfano. Su primera medida fue la aprobación de un decreto que flexibilizaba la posesión de armas, uno de los pilares de su campaña. Católico confeso, aunque casado con una evangelista, condena la homosexualidad y se opone a la aplicación de leyes que permitan los matrimonios entre personas del mismo sexo o a su derecho a la adopción. De la concepción de su única hija -tiene otros cuatro varones- llegó a decir que «fue porque me dio una debilidad».

Ha defendido la tortura en casos de drogas y secuestros y la ejecución sumaria en crímenes que se demuestren premeditados. Tampoco cabe duda sobre sus inclinaciones raciales: de los afroamericanos ha dicho que «no sirven ni para procrear» y de los indios de la Amazonía, que «mejor estarían comiendo pasto». De Fujimori asegura que fue un «modelo» y de Pinochet, que «tenía que haber matado a más gente» (sic).

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Para Gabriel Tortella, catedrático de Historia Económica de la Universidad de Alcalá, «Bolsonaro encaja en la definición que Aristóteles hacía del demagogo, aquella persona que tiraniza a la población con el consentimiento de sus gobernados». Por su parte, Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía Política, le define como «fundamentalista y sectario. Incapaz de unir al país en torno a un proyecto común, se siente cómodo trabajando desde la división».

Sus intervenciones con motivo del Covid son un cúmulo de despropósitos. «El virus está sobredimensionado». «En mi caso, y dado mi historial de atleta, de contagiarme no tendría de qué preocuparme». Sería como una 'gripecinha', un 'resfriadinho', ha repetido. Atentos a esta otra. «El brasileño debería ser objeto de estudio. No se contagia, aunque le veas saltar a una alcantarilla. Sale y bucea, no le pasa nada».

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Eso fue hace dos meses, cuando el país acumulaba 2.915 contagios y 77 fallecidos. Vista la evolución de la crisis, cualquiera en su lugar hubiera optado por morderse la lengua. Pero él no es cualquiera. Lejos de cuidar sus declaraciones en público, Jair desoyó los consejos de su propio ministro de Sanidad y se puso a abrazar en público a sus correligionarios. El 7 de mayo declaró por televisión que iba a organizar una barbacoa en su casa «a la que están todos invitados». Horas más tarde dijo que todo era un 'fake' del que culpó a los periodistas, a los que acusa de sembrar el pánico por la pandemia.

Sus declaraciones son lo último que uno esperaría escuchar en un sepelio. «¿Que hemos superado en muertos a China? Qué quiere que haga, soy un Mesías pero no obro milagros». «Algunos van a morir, lo siento. No voy a detener una fábrica de automóviles por que haya accidentes». La última perla nos la ha regalado esta semana, cuando el país ha alcanzado los 555.000 infectados y la cifra de fallecidos supera los 32.000. «Lamento las muertes, aunque ese es el destino de todos, ¿no?».

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Caída de la popularidad

Tanta ocurrencia le está pasando factura. La popularidad del autoproclamado 'mesías' se desmorona conforme las imágenes de fosas emergen. A esa debacle se ha sumado la devaluación de la moneda, arruinando un sueño que se cimentaba en el crecimiento económico, el freno a la corrupción y borrar la violencia de las calles, causa de 63.000 muertes anuales. Así las cosas, este país de 217 millones de habitantes, de los que 55 viven en la pobreza, ha empezado a deslizarse por una pendiente vertiginosa.

El Covid no es el único problema de Bolsonaro, lastrado por la falta de planificación de su gobierno y las diferencias internas. El mejor ejemplo de estas últimas es la renuncia de Sergio Moro, su ministro más valorado y artífice del encarcelamiento de Lula da Silva. Su marcha le ha dejado en una situación muy comprometida.

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Moro acusó al presidente durante su dimisión de haberle presionado para que cambiara al director de la Policía Federal para proteger a sus hijos, conocidos por la interpretación laxa que hacen de las leyes (Flavio, senador, está siendo investigado por desvío de dinero, corrupción y por su implicación con las milicias paramilitares que aterrorizan a Río de Janeiro). Ante el calibre de las acusaciones, la respuesta no se ha hecho esperar. El Tribunal Supremo ha abierto una investigación y mandado llamar a varios ministros para que declaren. Parece que le tienen ganas.

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