Pascual Perea
Miércoles, 5 de junio 2019, 11:03
Cuando uno tiene el inmenso privilegio de ser recibido en audiencia por la reina de Inglaterra, hay varias cosas que debe saber. La primera es que, como en los museos, se ve pero no se toca. Solo si, previamente, la reina le ofrece su mano, ... el afortunado puede estrechársela con una ligera reverencia; más allá de eso, cualquier contacto es merecedor de la tarjeta roja. En su frágil apariencia, la soberana encarna la grandeza de un imperio que dominó el mundo marchando al son de 'Pompa y circunstancia' y simboliza el tupido 'tweed' de tradiciones y normas no escritas que convierten a los británicos en unos seres tan peculiares.
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Donald Trump cometió un pecado monstruoso durante la cena de gala que el lunes le ofreció Isabel II en el palacio de Buckingham.En el transcurso de su discurso, el presidente estadounidense tocó ligeramente a la reina en la espalda, algo tan imperdonable como comer el pollo con las manos. Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de los maestros de ceremonias; afortunadamente, la soberana se mostró a la altura de lo que Inglaterra espera de ella e ignoró la grosería con imperturbabilidad británica. Al fin y al cabo, ¿qué se puede esperar de un norteamericano?
Todos recuerdan ahora que fue Michelle Obama la primera en romper esta regla, hace justo diez años. Ella misma justificaba el desliz en sus memorias, 'Becoming'. «Olvidé que ella suele llevar en la cabeza una corona de diamantes y que yo había volado a Londres en el avión presidencial; solo éramos dos mujeres cansadas, oprimidas por nuestros zapatos. Así que hice algo que me sale instintivamente cada vez que me siento conectada a una persona a la que acabo de conocer, que es exteriorizar mis sentimientos. Puse una mano cariñosamente sobre su hombro», escribió la exprimera dama de EE UU.
Trump, también dado a exteriorizar sus sentimientos, aunque generalmente en forma de tuits incendiarios, no solo debería abroncar a su jefe de protocolo, sino también a su sastre. A su frac le pasaba algo: o le sobraba chaleco o le faltaba chaqueta, una anomalía que se hacía más notoria al posar junto a Carlos de Inglaterra, árbitro de la elegancia. Las redes sociales juzgaron con severidad su atrevimiento y sentenciaron que, en 'Downtown Abbey', a Trump le correspondería el papel de mayordomo.
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