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Casi diez millones de votos adelantados. Comercios tapiados. Una valla de seguridad alrededor de la Casa Blanca. Miles de policías y efectivos de la Guardia Nacional listos para intervenir. Cientos de observadores en las mesas electorales. Un 56% de estadounidenses que opina que estos comicios ... no se celebran con libertad ni equidad. Miedo al día después. A que haya disturbios. A que el vecino de enfrente se meta en tu jardín. A que hablen las armas, incluso. A que el presidente, cuyo deber es ser el primero en respetar la democracia, incendie las urnas. A que el mañana no exista, enterrado por la crisis económica. Pánico a que, tras el espejismo electoral, haya que mirar de nuevo cara a cara al coronavirus. A ese dron infinitesimal que trabaja incluso en jornada electoral y acerca la pandemia a los 300.000 muertos y más de nueve millones de enfermos. Pero, sobre todo, pánico a mirarse a uno mismo y descubrir que algo se ha roto en el ideal americano.
Las elecciones estadounidenses que ahora concluyen son las menos USA de cuántas se han celebrado. Todo lo anterior lo demuestra. ¿Cómo es posible que los establecimientos de la Quinta Avenida se escondan tras planchas de madera en previsión de disturbios? ¿Que haya dudas de la legitimidad de las elecciones en el país gendarme del planeta, el que envía misiones a las naciones en desarrollo para verificar si sus comicios discurren acorde a la ley? La polarización de la campaña, la vacuidad en cuanto a propuestas y contenidos, y el arsenal de insultos, frases destinadas a alentar a la manada y efectos de acción-reacción ante el rival han transformado estos comicios en un espectáculo más familiar al público europeo (fundamentalmente, el español), pero más lejano a la propia parroquia, los estadounidenses que han visto aventarse sus miserias más que nunca.
Los analistas coinciden en que la última legislatura se resume con la palabra confrontación. Ha abierto una brecha ideológica del tamaño de la falla de San Andrés que parte en dos a la sociedad. Y por ende se ha infectado de un nivel impropio de violencia verbal y modales groseros, contra el que los estadounidenses se creían blindados pese a contemplarlo en numerosos sistemas políticos occidentales. El fin del 'establishment' americano. Estados Unidos ya es cualquiera.
Fuera ya del resultado electoral, a la sociedad estadounidense le será difícil metabolizar esa disminución del hecho diferencial. En marzo el país se veía capaz de «derrotar al virus» casi como si fuera Clint Eastwood quien dirigiera la asesoría científica del Gobieno y no el doctor Fauci. Siete meses más tarde, el Covid-19 le ha roto el hígado al país, pero también su inmunidad psicológica: la nación más poderosa del mundo es también una de las más incapaces de domeñar la pandemia. El escaparate global muestra sus desnudeces. Los expertos sostienen que la profunda impresión de miedo y debilidad causada por la imagen diaria de cientos de cadáveres recogidos en los hospitales dejará una huella indeleble en una generación, por otra parte, cada vez más jóven, tecnológica y cómoda; evidentemente, mucho menos asomada a un mundo en llamas de lo que estuvieron sus mayores, herederos de la cruel narrativa de la Segunda Guerra Mundial y la Gran Recesión.
La economía es otro síntoma de la inestabilidad náufraga del sueño americano. Con un 7,9% de paro –en abril llegó al 14%–, millones de desempleados –ha habido épocas en que el país registraba 800.000 despidos a la semana– y decenas de miles de nuevos pobres, dependientes de unas ayudas cada vez más dificultosas, la promesa de la América de las oportunidades se ha evaporado o convertido en un mal viaje de LSD. Abundan los establecimientos cerrados y las ciudades donde es imposible encontrar un restaurante abierto, un gimnasio o un club de moda, tres pilares del nuevo 'establishment' que daban trabajo a cientos de miles de personas.
Pero si algo de verdad ha puesto en jaque el autoconvincente 'way of life' americano eso han sido las calles: el movimiento antirracista y las milicias supremacistas blancas. El conflicto racial es la asignatura pendiente en esta sociedad donde todavía hoy tres de cada cuatro negros tienen grandes posibilidades de verse sentados en el banquillo –incluso por asuntos muy menores–, 5.000 han muerto en acciones dudosas de la Policía en los últimos cinco años y el colectivo se ve sometidos a una especie de apartheid normalizado basado en los encarcelamientos masivos.
No es un panorama nuevo, sino una latencia constante, pero que en estos últimos cinco meses ha entrado en un estado de erupción sorpredente para los propios y los foráneos. Ahora los americanos y el mundo entero pueden ver que nada ha cambiado desde Atticus Finch y 'Matar a un ruiseñor'. Que Black Panther no es un superhéroe ni una película de superación racial sino un afroamericano abatido por un Policía o asfixiado con una llave de captura.
Y luego están los hombres de las camionetas armados con rifles. En la memoria de Estados Unidos quedan los recientes disturbios callejeros, el matrimonio de abogados que apunta con armas a los manifestantes que cruzan su jardín y las imágenes de las milicias de ultraderecha tomando la Cámara de Representantes de Michigan como ejemplo de fractura del ideal americano. Del parnaso USA a la galería de tiro patrocinada por la Asociación del Rifle. Aprovechando esto último, cabe sospechar que en medio de la ruptura de este sistema de vida lo que esté en juego es un nuevo modelo de hacer política menos masculino, en el que los exabruptos dejen lugar a las formas. Menos Trump y más Macron. O Trudeau. Seguro que algo así conseguiría que en otros comicios no haya gente que almacene hasta cincuenta armas automáticas en su casa por lo que pueda suceder el día después.
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