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El próximo 12 de agosto de 2026, Burgos será una de las ciudades de todo el mundo donde mejor se podrá observar el eclipse total de sol. Una circunstancia muy poco habitual que, sin embargo, no es inédita en la historia de la ciudad. Así de hecho lo recordó el Grupo Municipal Popular, que días atrás proponía comenzar a trabajar en la organización de un programa de actividades a imagen y semejanza de lo desarrollado el 30 de agosto de 1905, cuando Burgos se convirtió en la capital mundial de la astronomía.
De momento, la propuesta se ha quedado sobre el papel ante el rechazo del equipo de Gobierno a tratar el asunto en profundidad en el Pleno. Sin embargo, sirvió para recordar uno de los acontecimientos más significativos de principios del siglo XX a orillas del Arlanzón.
Meses antes, los cálculos astrónomos ya permitieron perfilar cómo iba a ser aquel eclipse. Según las proyecciones, la duración de éste sería extraordinariamente larga y sólo sería visible en su totalidad en una estrecha franja que atravesaba la Península Ibérica desde Galicia a Valencia. Y en mitad de esa franja, se ubicaban ciudades como Burgos y Soria. En las tierras del Cid, el eclipse duraría tres minutos y 42 segundos, mientras que en la capital soriana, sería visible durante seis segundos más.
Esa diferencia de tiempo, no obstante, no fue determinante para que Burgos 'ganara' la batalla de la atracción. En este sentido, la ciudad del Arlanzón jugó dos bazas muy importantes: la superioridad de sus infraestructuras y el impulso decidido del Ayuntamiento por aprovechar la ocasión que se le brindaba.
Y es que, meses antes de la cita, el Ayuntamiento puso en marcha un sin fin de iniciativas coordinadas por una Junta Organizativa nombrada a tal efecto y destinadas a convertir a la ciudad del Arlanzón en el epicentro mundial de la astronomía. Para ello, se crearon hasta tres grupos de trabajo, dedicados respectivamente a la organización de actividades, la promoción de las mismas y la recepción y el alojamiento de los visitantes.
Su trabajo, a la vista de los resultados, fue óptimo. Se editó una guía turística que se distribuyó por administraciones, instituciones académicas y científicas de toda Europa, comercios, estaciones de tren y, en definitiva, todos aquellos lugares potencialmente aprovechables. También se organizaron una retahíla de actividades durante cinco días, incluido un concurso de tiro al pichón, bailes, conferencias, música popular, una corrida de toros, un concurso de fotografía e incluso la colocación de la primera piedra del malogrado monumento al Cid Campeador proyectado en la Plaza de Castilla.
La capacidad de promoción, las facilidades ofrecidas para alojar visitantes, no solo por el Ayuntamiento, sino también por establecimientos hoteleros y vecinos particulares, y el interés intrínseco de poder observar y estudiar sobre el terreno un evento muy poco común hicieron de la cita un éxito incontestable.
Así lo reflejan las crónicas de la época, que hablan de la llegada da Burgos de numerosos científicos llegados desde países como Reino Unido, Alemania, Francia, Bélgica, Portugal o Estados Unidos, así como de miles de forasteros atraídos por el eclipse, ya fuese a través de los todavía rudimentarios automóviles o por tren, teniendo que reforzar varios servicios ferroviarios desde Madrid e Irún.
Entre los visitantes ilustres destacaban científicos de la talla de George Rayet, George Merlin, Henri Deslandres, Jean Becquerel o los doctores Hergesell, Juluis e Iñíguez. Pero sin duda, la visita más recordada fue la de Alfonso XIII, que acudió a Burgos en compañía de parte de la familia real.
Muchos fueron los momentos curiosos que se vivieron durante aquellas jornadas en Burgos. Pero quizá, uno de los más recordados tuvo lugar durante la visita de la familia real a la Cartuja de Miraflores.
Cuentan las crónicas que, en un momento dado, Alfonso XIII, que el día anterior ya había visitado a los científicos del Campo Liliana y el Monasterio de Las Huelgas, departió con un cartujo de 105 años de edad, quien se despidió del monarca diciendo «hasta el próximo eclipse».
Durante los días anteriores a la cita, la ciudad se engalanó y ofreció sus mejores honores a los visitantes. Todo estaba ya listo. Los científicos estaban preparados con sus enormes y complejas herramientas de observación en el Campo Liliana, la finca de El Plantío de Arnáiz, el cerro del Castillo y otros puntos de la ciudad. También estaban listos los tres globos tripulados (Júpiter, Urano y Marte) y los numerosos globos sonda que se lanzarían para observar el eclipse por encima de las nubes, mientras las calles bullían de curiosos equipados con anteojos de teatro, que en aquel momento se recomendaban para no perderse detalles del fenómeno. Mala idea. No lo hagan.
Lo único que faltaba era el favor de la meteorología. Y a punto estuvo esta de chafar la jornada. Ya el día anterior se habían registrado ligeras precipitaciones y la jornada del 30 de agosto amaneció con más nubes que claros. Es más, cuando comenzó la primera fase de contacto del eclipse pasadas las 11:30 de la mañana, las nubes seguían impidiendo su observación. No obstante, en el momento álgido de la jornada, a las 12:52:14, el cielo se abrió y todos los presentes pudieron admirar el eclipse con toda su magnificencia.
La emoción fue, sin duda, tremenda. Así lo describe Luis Cortés Echanove en la extensa crónica escrita años después en base a su experiencia personal y toda la información a la que había tenido acceso. «Por iniciarse el eclipse entre nubes, se veían sólo a intervalos el sol y la luna, que, muy despacio, iba oscureciéndole. Cubierto estaba ya aquel en sus tres cuartos al descender los globos libres. La luz iba faltando y el paisaje sombrío tomó tintas cárdenas. Una mezcla de asombro y de tristeza invadía a todos los espectadores. Ligera brisa refrescó el ambiente. Por fortuna, se rasgaron con rapidez las nubes y quedó libre gran espacio de cielo. En su centro se destacaba el sol, viéndose de él tan sólo el borde delgadísimo, como un alambre candente. Aumentaba por momentos la oscuridad. De repente, aquel hilo de luz rompiose en fragmentos como lucientes chispas que desaparecieron. Todo quedó sumido en oscuridad completa, apreciándose algunas estrellas. El sol llegó a convertirse en un disco negro como azabache. Apareció luego la corona solar blanquísima, de un todo incomparable. Brillante cabellera luminosa rodeó al sol negro. Con impresionante silencio, la multitud contemplaba el extraordinario fenómeno en emoción inefable que no puede explicarse con palabras. Y al aparecer de nuevo, súbitos, los primeros rayos de sol, surgió en toda la gente un movimiento seguido de gritos espontáneos de alegría e incontenibles y frenéticos aplausos», reza la crónica de Cortes.
Aquellos fueron los tres minutos y 42 segundos más emocionantes que se recordaban a orillas del Arlanzón y, además alimentar el ansia de curiosidad de propios y extraños, permitieron a los astrónomos y científicos desplazados hasta Burgos tomar notas y recoger datos.
Parte de esos datos, de hecho, sirvieron posteriormente como base de numerosos estudios de gran importancia para el conocimiento astronómico. Eso sí, no todas las notas recogidas durante la jornada llegaron a buen puerto. Y es que, el astrónomo Berson, tripulante del globo Júpiter, perdió sus anotaciones en pleno vuelo. A pesar de pasar el aviso a las autoridades para participar en la búsqueda de los documentos, nunca fueron localizados.
Muy curioso, por cierto, fue el descenso de los mencionados globos, tanto los tripulados como los no tripulados. El Marte descendió cerca de Villasur de Herreros ante el temor de ser arrastrado por los vientos hasta la Sierra de la Demanda. El Júpiter hizo lo propio en Zaldierra, muy cerca de Excaray; el Urano descendió en la localidad riojana de Prejano. Los globos sonda, por su parte, fueron localizados en Navarra.
En todo caso, la cita fue un éxito absoluto. Así lo pregonaron todos y cada uno de los asistentes y así lo reflejaron en sus crónicas todos y cada uno de los periodistas nacionales y extranjeros desplazados hasta Burgos. Por un día, la ciudad del Arlanzón fue el epicentro de la astronomía mundial.
Quiso el Ayuntamiento de Burgos aprovechar la visita de Alfonso XIII y parte de la familia real para colocar la primera piedra del monumento al Cid Campeador proyectado en su día en la Plaza Castilla.
El evento se preparó con toda la pompa y minuciosidad habitual en este tipo de circunstancias. La plaza se engalanó con flores y tapices, se instaló una tribuna para las autoridades y centenares de personas se agolparon en los alrededores.
Incluso se encargó una paleta de plata con mango de boj tallado con la que el rey colocaría la argamasa. Llegado el momento, Alfonso XIII le cedió la paleta a su madre para que ésta hiciera los honores. Luego hizo lo propio la infanta María Teresa y finalmente fue el propio Rey el que colocó la argamasa antes de que la enorme piedra fuera colocada en su sitio.
Lo curioso del asunto es que dicho monumento nunca llegó a levantarse. Durante años, la piedra permaneció allí colocada casi como un recuerdo de la visita del rey. Medio siglo después, la actual plaza del Cid fue el lugar elegido para colocar la ya emblemática escultura del Campeador a lomos de Babieca.
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