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Tenemos que hablar de los váteres en Japón. No queda ya otro remedio. Sé que los cronistas serios jamás tratarían estas materias, como si los deportistas fueran todos entes espirituales alados y mofletudos que flotan como los angelotes de los cuadros de Murillo, pero la ... vida tiene sus miserias y sus carnalidades y alguna vez hay que afrontarlas. Debemos reconocer, además, que los japoneses prestan mucha atención a los tramos inferiores del aparato digestivo y abordan estas cuestiones escatológicas con un refinamiento de corte imperial pasada de vueltas.
Mi primer choque cultural con los váteres japoneses sucedió cuando llegué a mi habitación del hotel y tomé posesión del trono: resulta que la taza estaba caliente. Muy caliente. A mí aquello me pareció desagradable porque tuve la inquietante sensación de que alguien acababa de levantarse de allí y sentí el impulso reflejo de mirar detrás de las cortinillas de la ducha, no me fuera a pasar como en Psicosis. Luego comprobé que ahí no había nadie y descubrí que, por alguna razón que se me escapa, a los japoneses les gusta poner calefacción en la taza. En algún lugar habrá un botón para desconectarla o bajare la intensidad, imagino, pero aún no lo he encontrado y mientras tanto me veo obligado a cocinarme los muslos todos los días. Con el calor que hace y la sensación tan rara que me da.
Mi mayor sorpresa, con todo, fue cuando entré en los baños públicos del campo de tenis de Ariake. Son unos baños portátiles, de esos a los que en España es mejor no asomarse salvo peligro de muerte (y aun así morirse suele salir más a cuenta). Abrí la portezuela y con profunda sorpresa y rendida admiración descubrí que estaban limpios y ordenados como si anduviera por ahí el mayordomo del algodón. Luego vi que a la derecha, al lado de la taza, había un cuadro de mandos que parecía sacado de un helicóptero. Los botones estaban en japonés, con alguna traducción muy sumaria al inglés, pero de los gráficos adjuntos colegí que uno podía decidir, entre otras cosas, en qué partes quería recibir un chorrito de agua cuando se sentara y otras opciones todavía más aterradoras. Como mi vocación periodística no llega a tanto y tampoco quería caer en un episodio de apropiación cultural, me limité a sacar una foto y a lavarme las manos por el método tradicional.
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