Pío García
Tokio
Jueves, 22 de julio 2021, 00:10
El joven Gavin Hubbard (Nueva Zelanda, 1978), hijo del alcalde de Auckland, era un chico callado, retraído, que pasaba muchas horas en el gimnasio y que no congeniaba con sus compañeros del colegio presbiteriano masculino de Saint Kentigern. Un buen día decidió apuntarse al equipo ... de halterofilia porque, según confesó años después, necesitaba con desesperación encontrar un deporte que le hiciera «sentirse más hombre». Atrapado en una adolescencia confusa, llena de temores, soledades e incertidumbres, Gavin quiso enterrar su verdadera identidad bajo unos músculos de cemento. No lo consiguió. Obtuvo algún modesto récord juvenil en su país, pero no pudo acallar su conciencia. Pronto descubrió que las pesas de 25 kilos jamás resolverían su íntima congoja. Lo dejó a los 23 años, agotado de intentar encajar en un mundo que le resultaba dolorosamente ajeno.
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A los 35 años, Gavin se convirtió finalmente en Laurel tras seguir un tratamiento hormonal. Retomó entonces, ya como mujer, su afición juvenil por la halterofilia y empezó a lograr resultados notables. En el año 2017 consiguió la medalla de plata en los campeonatos del mundo femeninos y en una semana, tras recuperarse de una grave lesión en el brazo, se convertirá en la primera atleta transgénero que participa en unos Juegos Olímpicos. Hubbard compite en el peso máximo (por encima de los 87 kilos), así que no se cruzará en el camino de Lydia Valentín, que en Tokio se encuadrará en la categoría inmediatamente inferior (87 kilos). No resultaría extraño ver a Laurel Hubbard colgarse una medalla; es una de las favoritas. La atleta neozelandesa se ha beneficiado de un cambio en las normas del COI, que en el año 2015 admitió la participación de mujeres transgénero aunque no hayan sufrido cirugía testicular, siempre y cuando puedan demostrar que sus niveles de testosterona no alcanzan un determinado nivel (10 nanomoles por litro) durante al menos doce meses.
Laurel Hubbard ha merecido el apoyo público de la presidenta de su país, Jacinda Ardern, e incluso de algunas de sus rivales, como la australiana Charisma Amoe-Tarrant, pero su participación levanta suspicacias y extiende la duda sobre cuál debe ser el límite, si acaso debe haberlo, para que una mujer que atravesó la pubertad como hombre pueda competir en categoría femenina. No todas sus colegas la han recibido con collares de bienvenida. Deborah Acason, otra levantadora australiana, dos veces olímpica, escribió una carta en 'The Courier Mail' denunciando que casos como el de Hubbard podrían suponer un golpe definitivo para el deporte femenino y la belga Anna Vanbellingehen todavía fue más dura: «Es como una mala broma. Todo el que ha practicado halterofilia a alto nivel sabe que esta situación en injusta para el deporte y para las atletas». Incluso los habitantes del minúsculo archipiélago de Tonga lamentan que la elección de Hobbard haya supuesto la descalificación de una joven levantadora de su país, Nini Manumua, de 21 años, que acariciaba su primera aventura olímpica.
Ni siquiera la ciencia ofrece en este caso un refugio seguro bajo el que guarecerse. El sudafricano Ross Tucker, especialista en fisiología del deporte, puntualiza que reducir el nivel de testosterona «no borra la diferencias biológicas» entre hombres y mujeres, y un estudio reciente de los doctores Emma Hilton y Tommy Lundberg, publicado en la revista 'Sports Medicine', asegura que el verdadero salto cualitativo se produce en la adolescencia, lo que concede una «ventaja competitiva» a las mujeres transgénero que solo se reduce «mínimamente» cuando se sigue tratamiento hormonal. Esta brecha resulta mucho más notable en los deportes que se basan en la fuerza, como la halterofilia, pero también en aquellos que exigen velocidad o resistencia.
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