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Este domingo recuperé la libertad. Perdonen que adopte un tono solemne, como de celebración de una fiesta regional, pero la ocasión lo merece y en estos momentos decisivos no se me ocurre ninguna palabra que no sea esdrújula. Sé que después de los altos conflictos ... ideológicos dirimidos en las últimas elecciones, tal vez estén ustedes confundidos sobre el contenido exacto de la palabra 'libertad', tan futilmente manoseada, y hayan buscado refugio en las bibliotecas, escrutando hasta la ceguera los libros de Stuart Mill, de Max Weber, de Hannah Arendt... Olvídense de todos ellos. Yo les puedo asegurar que en las últimas horas he sentido la libertad de una manera casi física, corriendo por mis venas, estallándome en el pecho, jugueteando entre mis neuronas.
Este domingo, señores, cogí el metro.
Durante estas dos semanas hemos vivido en una especie de cuarentena de baja intensidad, sin mezclarnos con la población indígena, metidos en una burbuja portátil que se trasladaba en autobuses y taxis especiales, dirigidos por una legión de voluntarios con palitos fluorescerentes que nos acarreaban como a ovejas tóxicas. Nuestra vida consistía en esperar al próximo autobús, que siempre acababa de salir cuando llegábamos, y al siguiente chófer, que invariablemente resultaba ser un ente espiritual que había alcanzado el nirvana. En muchos de ellos, además, estaba el aire acondicionado puesto a una temperatura tan salvaje que sospecho que trataban de criogenizarnos para que no diéramos más el coñazo y para extirparnos de paso los riñones y venderlos en el mercado negro. Estaba recuperando, ay, sensaciones de mis años mozos, cuando iba en la Estellesa a la Universidad y me tocaba el autobús que paraba en todos los pueblos, pueblecitos, aldeas y aldehuelas.
Pero este domingo fuimos al mostrador del transporte, a ver qué pasaba, y una mujer adorable, sin ponernos ninguna pega, nos dio una tarjeta de metrobús. Me dieron ganas de abrazarla como los presos recién liberados abrazan a sus abogados en las películas americanas, tiernamente, amorosamente, cálidamente, y no le prometí que le pondría su nombre a mi próximo hijo porque me pareció ver que se llamaba Tanako y luego me iba a tener que gastar el sueldo en psicólogos infantiles. Cuando, con mi flamante tarjeta en la mano, cogí el metro para ir al estadio de hockey, tuve la impresión de que habia encontrado un fallo del sistema y por fin estaba escapando de Matrix.
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