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Pío García
Enviado especial. Tokio
Lunes, 9 de agosto 2021, 01:03
Había decenas de periodistas, muchas cámaras, colas en el pasillo para tratar de entrevistarla. Ninguna de las grandes estrellas de los Juegos había levantado tanta expectación. Cuando Laurel Hubbard, natural de Auckland (Nueva Zelanda), 43 años, haltera, cometió tres nulos y fue descalificada del torneo ... olímpico, el Forum Internacional de Tokio se convirtió en un hervidero urgente de micrófonos y grabadoras. Para evitar que semejante expectación perjudicara al resto de contendientes, la organización aprovechó una pausa en la competición para que Laurel Hubbard atendiera a los medios.
No hubo entrevistas individuales ni preguntas. Laurel, todavía sudorosa, con una sonrisa de timidez en el rostro y el gesto cansado pero feliz, cogió un micrófono y habló para todos los periodistas que allí se habían congregado. «Gracias por vuestro interés en mi actuación de esta tarde», dijo. Añadió que el deporte era inclusivo y accesible, reconoció que su participación en los Juegos había generado controversia y agradeció el apoyo del Comité Olímpico Internacional, de su país y del pueblo japonés.
Laurel Hubbard es la primera transexual que participa en categoría femenina en unos Juegos Olímpicos. Habiendo sido un hombre hasta los 35 años, cuando siguió tratamiento hormonal para asumir su verdadera identidad, los pronósticos la situaban como una seria candidata al podio en su categoría (más de 87 kilos). Quedó la última. No pudo levantar las pesas de 120 kilos. La campeona, la china Wenwen Li, 22 años más joven que Laurel, alzó 140 kilos.
El debate continuará durante los próximos años porque faltan estudios científicos que aclaren si el hecho de haber pasado la pubertad como hombre concede ventajas injustas en la competición, pero Laurel Hubbard se retiró el pasado 1 de agosto con el aire relajado de quien ha ganado una batalla. Quizá contra su voluntad, el suyo ha sido uno de los grandes nombres de los Juegos Olímpicos de Tokio 2020.
El caso de Laurel Hubbard es singular porque invita a reflexiones muy profundas sobre la identidad, la justicia, el género y el propio cuerpo y porque contribuye a arrojar una luz sobre dramas personales que suelen suceder en la oscuridad. Sin embargo, no ha sido el suyo el único caso de deportista alejado de los cánones que ha protagonizado estos diecisiete días de frenética competición. Entre la nómina de participantes en unos Juegos siempre se cuelan hombres y mujeres de biografías excéntricas, a veces trágicas y a veces cómicas, cuyas marcas quedan a años luz de las de grandes atletas, pero que contribuyen a darle un poco de sabor al habitual guiso de récords, medallas y altisonantes gestas deportivas.
No resulta raro encontrar en estos personajes una huella más profunda del espíritu olímpico que en algunos deportistas de palmarés apabullante. Es el caso, por ejemplo, del nadador sirio Ayman Kelzi (Alepo, 1993), que pasó su juventud entrenando en Damasco entre las bombas que caían alrededor, en piscinas de agua helada, sin luz eléctrica, lejos de su familia. Cuando ganó su serie de los 200 metros mariposa, en la que competía contra un iraní, un jamaicano, un tailandés, un eslovaco y uno de las islas Seychelles, Ayman alzó los brazos, removió el agua y gritó victoria. Había bajado de los dos minutos (hizo 1:59.57), un tiempo que no le sirvió ni para pasar a semifinales, pero que celebró como una gesta: había rebasado sus propios límites.
En condiciones nada fáciles se entrena también la participante más joven en estos Juegos, Hend Zaza, otra siria, natural de Hama, una ciudad destruida por la guerra, que se ejercita sobre mesas desvencijadas solo cuando hay luz solar. Se había ganado su participación olímpica en un torneo en Jordania con once años. El sorteo la emparejó con una austriaca nacida en China, Liu Jia, que le sacaba 27 años. Zaza perdió 4-0, pero su precocidad le sirvió para ocupar titulares en la prensa de todo el mundo. «El tenis de mesa me ha enseñado a ser fuerte y me ha dado paciencia; cuando juego me olvido de todo», dice.
Aunque viven en planetas diferentes, solo unos meses mayor es la japonesa Kokowa Iraki, medalla de plata en skate. Los podios de patinaje en categoría femenina parecen sacados de una fiesta escolar: las tres medallistas de la modalidad 'park' sumaban tantos años como Pau Gasol y bastantes menos que el marchador Jesús García Bragado. La ganadora en 'street', otra japonesa, Nominji Nishiya, de 13 años, se convirtió en una de las campeonas olímpicas más jóvenes de la historia. Por unos días no le arrebató el cetro a la estadounidense Marjorie Gestring, medalla de oro en buceo en los Juegos de Berlín 1936.
Entre tanto medallista con acné, conmueve encontrarse el caso del 'skater' Dallas Oberholzer, natural de Durban (Sudáfrica) que a sus 46 años cogió su tabla para competir con toda esa tropilla de adolescentes. Oberholzer presume de tener una de esas biografías imposibles que hasta los guionistas de Hollywood desecharían por fantasiosas: nunca ha tenido un trabajo estable, durante un tiempo fue peluquero de Janet Jackson y una vez estuvo a punto de ser devorado por un jaguar en el Amazonas. «Estoy aquí porque hace seis años escuché que el 'skate' iba a ser un deporte olímpico y me dije... como no tengo nada mejor que hacer, voy a intentarlo», declaró hace unos días al diario inglés 'The Guardian'.
Obderholzer quedó el último en la fase de clasificación, con 24.08 puntos. Un puesto por arriba, el decimonoveno, se situó el danés Rune Glifberg, también de 46 años. No hay noticias de que a Glifberg estuviera a punto de comérselo un jaguar y tampoco se sabe si conoce a Janet Jackson, pero es un veteranísimo 'skater', muy popular hace veinte años, que incluso llegó a aparecer en videojuegos y a lanzar su propio modelo de zapatillas, y que deseaba participar en la primera experiencia olímpica del deporte que ama.
En los sistemas de clasificación para los Juegos Olímpicos, normalmente muy duros y exigentes, siempre se abren rendijas por las que se cuelan los aventureros como Oberholzer. El 'skater' sudafricano estuvo a punto de tener un colega en el nadador Siphiwe Baleka, de 50 años, camionero estadounidense que acaba de obtener la nacionalidad de Guinea Bissau. En junio, el pequeño país africano inscribió a Baleka en los 50 metros libre. Ya estaba Baleka con su maleta preparada para irse a Tokio cuando el COI, por un problema con las fechas de sus regristros, anuló su participación.
Acabó así con la gran ilusión del pobre Baleka, que no era en absoluto un mal nadador: en su juventud, bajo el nombre de Toni Blake, estuvo a punto de clasificarse en los exigentes 'trials' americanos para competir en Barcelona 92. Le faltaron ocho décimas. Luego desempeñó varios oficios, viajó por todo el mundo, se metió a camionero, siguió nadando y aun hoy se mantiene en plena forma. Por unos meses vio cómo la puerta que se le cerró en Barcelona se le abría inesperadamente treinta años después, pero acabó chocando contra la inflexible burocracia del COI. Quién sabe si en París...
En este capítulo de excentricidades la «regla de universalidad» del Comité Olímpico Internacional da mucho juego. La norma persigue favorecer la presencia de naciones pobres en estos acontecimientos de relumbrón excusando a sus atletas de cumplir con las marcas mínimas que se exigen con carácter general. Eso explica la presencia en una serie de los 50 metros libres del nadador Shawn Dingilius-Wallace, natural de Palaos, cuyo fenotipo playero, alejado de los estándares del nadador olímpico, generó un turbulento debate en Twitter entre quienes se reían de él y quienes exigían respeto.
Dingilius-Wallace, de 27 años, ya estuvo en los Juegos de Río y posee cuatro récords nacionales de su país, lo que tampoco es decir mucho: Palaos, un archipiélago de la Micronesia, en el océano Pacífico, tiene una extensión menor que Ibiza y no pasa de los 18.000 habitantes. También sufrió problemas por uno de sus atributos físicos, aunque de otra índole, la atleta bahameña Pedrya Seymour, cuya larga melena obligó a suspender la salida de las semifinales de los 110 vallas por tres veces. Los jueces estimaron que, al caerle bruscamente la coleta hacia delante en el momento previo al disparo, podía distraer a sus rivales. Finalmente, consiguió arrancar y acabó la última, sin posibilidad de acceder a la final.
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