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miguel olmeda
Sábado, 24 de octubre 2020, 18:34
Semana de estado de alarma. Es lo que piden Real Madrid y Barcelona tras cada partido de esta temporada. Hace tiempo que los dos mejores equipos del continente dejaron de disputar el clasico, que por una vez, la última de la década, no fue anunciado ... como el partido del siglo.
En el vigésimo aniversario del clásico más caliente de la historia, se disputó el primero sin público en el Camp Nou por culpa del coronavirus. De los ecos del recibimiento al «traidor» Figo, en todo caso, no queda rastro: últimamente el coliseo azulgrana luce demasiadas calvas y un considerable número de turistas. La globalización acabando con los estadios-infierno.
La nueva normalidad es de todo menos normal, y este nuevo clásico es de todo menos clásico. Cuesta mentalizarse de la trascendencia del partido más caliente del fútbol español en un Camp Nou con todos los asientos vacíos. La televisión se ofrece a naturalizar el ambiente con público en holograma y cánticos enlatados. No solo no es lo mismo, sino que es tristísimo, como casi todo en 2020.
Sobre el pasto del Camp Nou el espectáculo tampoco ayudaba a identificar el Barcelona-Real Madrid como un clásico. Ambos clubes sufren en sus carnes el último cambio de ciclo del fútbol europeo. Juegan a menos revoluciones que el resto de candidatos a la Champions. En Barcelona, Koeman fue el elegido para intentar cerrar una brecha que sangró más que nunca en Lisboa el pasado mes de agosto. Está en el camino, pero será largo.
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Óscar Bellot
agencias
Demasiadas caras nuevas se citaron en el Camp Nou. Dest y Pedri no sabían lo que era jugar un clásico. De Jong, Coutinho, Ansu Fati, Lenglet, Vinicius, Valverde y Mendy apenas habían tenido oportunidad de empaparse de lo que significa esta rivalidad. Alguno todavía caminaba en pañales cuando hace 20 años en el Camp Nou se desató la tormenta por la traición de Luis Figo: el entonces capitán azulgrana había cambiado de camiseta en el primer golpe de mercado de Florentino Pérez. El acoso sobre el portugués llegó al punto de tener que ser escoltado por la policía incluso en el vestuario. Del histórico cochinillo en el córner solo han visto imágenes en internet.
Tampoco resisten muchos supervivientes del último rally de clásicos calientes, el de la rivalidad Guardiola-Mourinho. Cada temporada se disputaban lo menos cuatro partidos del siglo. Un estrés continuo. La tensión estuvo a punto de dinamitar la convivencia de la selección española, que venía de ganar una Eurocopa y un Mundial y todavía ganaría otra Eurocopa. El país se paralizaba y se polarizaba con cada Barça-Madrid.
Sergio Ramos es el último mohicano de aquellos años de plomo. Por sus venas corre el orgullo madridista. Lleva una década desayunando finales, alimentándose de trofeos. En el Camp Nou, al que no pudo mandar callar porque allí ya reinaba el silencio, el capitán blanco fue el verdadero clásico. Con experiencia y zorrería provocó y marcó el penalti de la victoria. Una pena máxima con muchos asteriscos que tuvo que autorizar el VAR, otra nueva normalidad del fútbol difícil de digerir. Y no es por el fondo, es por las formas.
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