El sábado pasado, el Real Madrid no conseguía abrir el marcador contra el Valencia hasta que el árbitro pitó un discutible penalti. Indignado, el club ché escribió en Twitter: «Lo de los robos en Madrid empieza a ser algo repetitivo». Al día siguiente, sería el ... Betis el que se consideraría agraviado en su partido contra el Rayo Vallecano. En el minuto 33, el colegiado expulsa al bético Álex Moreno: al intentar despejar un balón, este impacta con su bota en el cráneo de Isi, que baja la cabeza a la altura del pie del defensor bético. Con posterioridad, el árbitro deja sin revisar en el VAR una mano clara en el área rayista y se muestra casero en otras acciones. «La reiteración de errores», se queja el club bético, «no tiene explicación posible».
Entiendo el enfado de los clubs y aficionados que se sienten desfavorecidos, pero no que lo ocurrido sea incomprensible. La explicación habitual y manida es que los árbitros son humanos y, como tales, se equivocan. Sin embargo, los errores también siguen algunos patrones: el árbitro «se equivoca» más en contra del visitante, como ha ocurrido en estos y otros partidos que han enojado invariablemente a la parroquia foránea en los últimos días.
Una investigación de hace dos décadas ya demostró que los colegiados españoles alargaban el tiempo de descuento cuando el equipo de casa iba perdiendo y lo acortaban cuando vencía. Inconscientemente, como arcaico mecanismo de adaptación al grupo, el árbitro quiere complacer a la hinchada local. Otro estudio, publicado en 2017 en el International Journal of Sport and Exercise Psychology, demostró que en España los árbitros pitaban más o menos el mismo número de faltas a favor o en contra del equipo local. Sin embargo, descubrió algo inquietante: durante el tiempo que mediaba entre la falta y la presentación de una tarjeta, el colegiado sí se mostraba muy mediatizado por el ambiente.
Nuestra inclinación por satisfacer a los que tenemos enfrente y dejarnos guiar por su opinión, así como la imposibilidad de un análisis frío tras un impacto emocional, explican lo sucedido en Vallecas. Tras el encontronazo entre Álex Moreno e Isi, el árbitro deja seguir el juego. De repente, el público se da cuenta de que la sangre mana de la cabeza rasurada del jugador del Rayo. Solo cuando el colegiado comparte la impresión de dicha imagen, se decide súbitamente a enseñar la roja en un acto irracional e impulsivo.
El árbitro está preparado para pitar lo que ve. Pero sucumbe ante su propia mente, que le engaña. Si la sangre se hubiera ocultado en una cabeza con melena, la acción hubiera pasado desapercibida para el público y para el árbitro. El resto de errores es consecuencia del primero. Los estudios demuestran que, ante una equivocación garrafal, tendemos a perder la concentración. El árbitro ya no atina. Por un lado, quiere compensar el fallo, pero, por otro, pugna por no dejarse llevar por esa inclinación. En la disyuntiva, los despropósitos se acumulan. Para dar credibilidad a su actuación no hace más que sacar tarjetas a los jugadores béticos que no cesan de protestar. Es lo que ha aprendido: que no se cuestionen sus decisiones, mantener el control y la autoridad. A todos nos pasa: en cuanto aceptamos el error, empezamos a darnos cuenta del daño infligido y sufrimos. Si, a pesar de la evidencia, lo negamos, evitamos la sensación de culpa y seguimos adelante.
Una mente presionada interpreta sesgadamente. Antes de su partido, el Real Madrid mostró su disgusto por la designación arbitral y aumentó así la presión al colegiado que inconscientemente no quiere, con su actuación, dar legitimidad a los resquemores madridistas. El colegiado advierte el contacto entre Casemiro y Alderete. En otras circunstancias, su mente puede procesar que es el jugador madridista quien impacta contra el defensor, el cual le tiene ganada la posición. Pero, bajo presión, la mente del colegiado está deseando llegar a otra conclusión: penalti.
El desciframiento de cómo funciona el cerebro humano permite hallar alguna explicación a los errores arbitrales. Pero ello no consuela al aficionado del equipo perjudicado, que se va cabreado. La ciencia tiene como objeto desvelar conocimientos, no apaciguar ánimos. Para eso ya está el próximo partido. Pobre de ese árbitro, que pagará los platos rotos de sus colegas. Y otra vez, su mente, de nuevo perturbada, producirá interpretaciones para paliar la situación de angustia.
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