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Las diez noticias imprescindibles de Burgos este martes 21 de enero

En los cuartos de final del Mundial de 1934, la Italia de Mussolini se enfrentó a España. El «Duce» lo había dejado claro: «Vencer o morir». Parece que no solo la escuadra azzurra se tomó al pie de la letra la consigna fascista, sino ... también el árbitro, que dejó que Zamora, el mítico portero español, acabara con dos costillas rotas en un encontronazo que el colegiado no penalizó como falta. Siete jugadores españoles acabaron lesionados y no pudieron disputar el partido de desempate el día siguiente. Ese segundo encuentro se recuerda, de hecho, como uno de los arbitrajes más parciales de todos los tiempos. El árbitro suizo, René Mercet -quién sabe si amenazado de muerte-, anuló dos goles legales a los españoles y permitió que subiera al marcador un cabezazo de Meazza, en el que nuestro portero estaba siendo claramente obstaculizado. Fue tan obvio el «atraco» que el árbitro fue suspendido a perpetuidad por la FIFA.

El fútbol se vive porque se recuerda y se recuerda porque se vive. La historia de algunos enfrentamientos entre ciertas selecciones nacionales alberga un melodrama de pasiones con un intercambio de agravios y desagravios de tal manera que cada partido añade sal y pimienta a una secular rivalidad, como si se tratara de los sucesivos capítulos de un culebrón de sobremesa. A los ingleses se les hace un nudo en el estómago cada vez que juegan contra Argentina. Porque les es imposible olvidar aquel gol que Maradona anotó con la «mano de Dios» en los cuartos de final de la Copa del Mundo de 1986. Para los adalides británicos del Fair Play, aquella pícara triquiñuela convirtió a Maradona en un villano. Pero los argentinos elevaron al «Pelusa» a los altares porque logró resarcirles, en el plano simbólico, de la reciente humillación en la guerra de las Malvinas.

El clamoroso robo que sufrimos en el Mundial de Italia marcó a una generación que vivió durante años cada España-Italia como una ocasión para la revancha. Ha pasado mucho tiempo desde aquello. Pero el singular vaivén de momentos trágicos y sublimes sigue aliñando las rivalidades, de tal manera que cada generación almacena en su memoria ciertas emociones que resurgen cada vez que nos enfrentamos a lo que se llama, en el argot futbolístico, un «rival histórico». Sin duda, en Wembley, Luis Enrique se acordó del codazo de Tassotti desde el minuto uno al último, lo mismo que nos ocurrió a la generación que vivimos con él aquella agresión no pitada que nos apeó del Mundial de 1994. Claro que, como en la vida real, cada cual guarda en su memoria una lista de ultrajes y perjuicios. Y así siempre hay deudas pendientes. En nuestra última final en la Eurocopa, en el año 2012, infringimos tal paliza a los italianos que estos se sintieron humillados, como reconocieron todos los medios transalpinos el día siguiente. Algún amigo mío italiano me lo ha recordado estos días, como si hubiera aguardado una década para vengarse de semejante afrenta.

Hay partidos en que se dirimen vejaciones dolorosas, injusticias flagrantes, lamentables calamidades, memorables bochornos o simplemente citas con la fortuna, a la que se le puede mirar a la cara y preguntarle si otra vez estará del lado de los otros. ¿Qué sería el fútbol sin la fiel y pasional adhesión a un escudo, unos colores, una patria local, regional, nacional? ¿Qué sería del fútbol sin el rencor y la aversión almacenada en la memoria? Y la posibilidad, en un nuevo partido, de desquitarse de aquel infortunio que no lograrás olvidar hasta que devuelvas el zarpazo al que te doblegó.

España volvió a enfrentarse a Italia en un partido de intensidad, ocasiones y emoción. La cosa tenía que acabar en la tanda de penaltis. Morata, que había metido un golazo saliendo de suplente, falló en el punto fatídico. Contra Italia.

Mi amigo italiano me llamó, pero no le cogí el teléfono.

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burgosconecta De rivalidades, agravios, revanchas y maldiciones