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Luis Enrique, sonriente durante un entrenamiento de la selección. EP
Luis Enrique, el majo

Luis Enrique, el majo

Un antropólogo en la Eurocopa ·

Lunes, 5 de julio 2021

Andan los aficionados españoles y los periodistas revueltos con Luis Enrique. Para unos el seleccionador nacional es un tipo prepotente, maleducado y ensimismado. Para otros exhibe una personalidad íntegra, insobornable. El otro día, tomando un café con Juanma Lillo, el ahora segundo de Guardiola ... en el Manchester City me decía que el hecho de que se hablara más del entrenador que de los futbolistas constituía la enésima demostración de que el juego había muerto. Otro amigo menos drástico, Tavi, que jugó en los juveniles del Sporting de Gijón y conoció a Lucho, me confirma que lo de su carácter viene de fábrica, lo cual daría la razón a Freud que estaba convencido de que el temperamento se forja sobre todo en la infancia. Después no haríamos más que repetirnos.

Los antropólogos solemos explicar los diferentes caracteres del individuo por sus condiciones de crianza, la cultura que ha mamado, el entorno que le ha influido y moldeado, viviendo en una época histórica determinada. En el siglo XVIII, se hubiera dicho de Luis Enrique que es «un tipo majo». Claro que el significado de las palabras va cambiando, como cualquier otra cosa. Hoy decimos que alguien es majo para expresar que resulta simpático, afable, buena gente. Pero en el siglo XVIII el término designó más bien la quintaesencia de la chulería. El majo era no solo el guapo, sino el que se rebelaba contra las modas refinadas francesas e italianas y se enorgullecía de las antiguas costumbres hispánicas, muy singularmente de aquello que enojaba al resto de europeos: nuestro secular orgullo, desparpajo, arrojo y cabezonería.

En realidad, el majo no era más que la actualización dieciochesca de otros tipos populares que ya describían los escritores del Siglo de Oro: el virote, el valentón, el jaque. Estos eran «gente de barrio» -decía Cervantes- con desenfado y osadía, fieles a sus ideas, su estilo de vida contestatario y sus amigos, indiferentes a lo que dictaran las convenciones y el poder de turno. Cuando la burguesía y la aristocracia creyeron que las modas extranjeras ablandaban el carácter nacional, miraron a estos tipos populares «echaos p'alante» -que constituían una especie de antihéroes del vulgo- y los elevaron a prototipos del casticismo hispánico. Se consideraron una suerte de singularidad patria, que habría quedado salvaguardada en los barrios más populares de las principales ciudades: Lavapiés o las Maravillas, en Madrid; Triana o la Macarena, en Sevilla. Su fama llegó a tanto que ciertos barrios castizos dieron nombre a sus habitantes narcicistas y jactanciosos: así, el «macareno». Este fue de hecho el antecedente de lo que después se conoció como «flamenco», no tanto como un estilo de música sino una estética, una pose, un arquetipo de temperamento envalentonado, displicente y un tanto altanero.

Luis Enrique no lo sabe, pero es el último eslabón de una larga cadena de «tipos nacionales» del último medio milenio. Dicen que es asturiano. Pero yo me juego el pescuezo de que tiene algún pariente lejano de Lavapiés o la Macarena. A lo mejor es que Gijón no está muy lejos de Barakaldo, que es la patria del último entrenador pinturero y chuleta que tuvimos como seleccionador. Quizá en cada rincón de España se cría un tipo de individuo que nos recuerda que en el fondo las formas de ser se van gestando también en un proceso histórico y colectivo, que se cuece a fuego lento pero que acaba conformando singulares modelos de comportamiento y de personalidad. En cuyo caso, el majo -como su predecesor el valiente del siglo XVII y su continuador en el siglo XIX, el flamenco- sería (junto al invento de la fregona y el Chupa Chups) nuestra más genuina aportación a la humanidad.

Visto así, Luis Enrique constituiría -para bien o para mal- una especie de singularidad hispánica, un tipo característico de lo que crece al sur de los Pirineos, un patrimonio cultural en una época en que las especificidades nacionales se diluyen en el maremagnum de la globalización. Qué tío más chulo.

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