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Manuel Azuaga Herrera
Domingo, 12 de mayo 2024, 00:40
En mayo de 1940, el ejército belga se rindió ante las fuerzas armadas alemanas. Con ello, los nazis llevaron una torre a la séptima fila de un tablero militar bautizado como 'Fall Gelb' (Plan Amarillo, en alemán) y realizaron una jugada clave para el avance ... de las tropas del Tercer Reich hacia Francia, la casilla de invasión de un centro fijo saciado de muertos y barbarie. Se estima que la mitad de la población judía que vivía en Bélgica murió a causa de la persecución y el exterminio. Las redadas de la Wehrmacht incluían visitas sorpresa a los asilos y otros lugares aparentemente seguros para la resistencia. En una de estas batidas, la Gestapo se presentó en el hospital psiquiátrico Jean Titeca de Schaerbeek. «¿Hay algún judío en esta clínica», preguntó el oficial. «Sí, está el famoso gran maestro Akiba Rubinstein, pero está loco», respondió un doctor. «Comprobaré lo que me dice».
El oficial de la Gestapo irrumpió en la habitación del ajedrecista polaco: «¿Es usted Akiba Rubinstein?». «Así es», dijo Akiba. «¡Levántese ahora mismo y venga conmigo!», ordenó el militar. Desconcertado, Rubinstein preguntó a dónde se dirigían. «A trabajar», fue la respuesta. «¿A trabajar dónde?», insistió el gran maestro. «¡A un campo de concentración!», gritó el oficial. Al oír el destino, Rubinstein cambió el semblante y exclamó: «¡Magnífico! ¡Eso me encanta!». Entonces se incorporó y se puso la chaqueta, como quien va a la ópera. Ante la desconcertante actitud del ajedrecista, el oficial de la Gestapo cortó la escena por lo sano: «Olvídelo. Quédese aquí. Usted está realmente loco». Y así fue como Akiba Rubinstein, el primer campeón sin corona de la historia del noble juego, se salvó del Holocausto.
La historia del hospital psiquiátrico se ha incluido en muchas fuentes bibliográficas, con algunas variaciones. Otro polaco de cuna, el Viejo Miguel Najdorf, se la contó al artista Eduardo Scala en una conversación que ambos tuvieron durante el duelo de 1987, en Sevilla, entre Kárpov y Kaspárov. «Es un relato increíble», confirma Scala.«Rubinstein fue uno de los más grandes, su juego alcanza la perfección. Él sabía que el ajedrez es el templo de la verdad y la belleza», sentencia el poeta.
Akiba Rubinstein nació el 1 de diciembre de 1882 en el pueblo de Stawiski, 170 kilómetros al noreste de Varsovia. Fue el menor de una familia judía de catorce hijos, doce de los cuales murieron por tuberculosis. Ocho meses antes de que Rubinstein naciera, su padre también murió debido a la misma enfermedad. Raizel, la madre, decidió llamar Akiba al huérfano que traía al mundo, igual que su difunto marido. Y, para evitar el enésimo contagio mortal, envió al pequeño a Bialystok, donde se criaría con los abuelos. El padre de Raizel era un importante comerciante de madera. Allí estará a salvo, pensó ella. Y realmente lo estuvo.
Akiba, así como habían hecho sus antepasados, leyó con el corazón de un rabino las enseñanzas del Talmud, el libro sagrado del judaísmo. A los 14 años, presenció cómo sus compañeros de estudio se reunían en torno a un tablero de ajedrez y, semanas más tarde, cayó en sus manos 'Shak ha-shah', un manual sobre el noble juego del filósofo Joseph Löb Sossnitz. El joven Akiba guardó el libro de Sossnitz, escrito en hebreo, como un tesoro: «Me lo aprendí de memoria», confesó años más tarde.
A pesar de su inicio tardío, Akiba comprendió muy pronto los secretos estratégicos del juego. De un modo natural, proyectaba más allá de la posición que tenía en el tablero. Rubinstein adelantaba en su cabeza, como ningún otro, cuál sería la fase final de las partidas, y esta destreza le dio una ventaja cualitativa para tumbar a sus rivales, que no entendían en qué momento habían hecho algo mal. Con algo más de 20 años, Rubinstein se trasladó a Lodz, conocida como la Manchester polaca, por su carácter cosmopolita.
En aquellos días, Lodz era, junto a Moscú y San Petersburgo, uno de los epicentros ajedrecísticos más activos del Imperio Ruso. Allí se puso Akiba a las órdenes de Hersz Sawe, el mejor jugador de la región, al que venció en poco tiempo. Un año más tarde, en 1906, Rubinstein empezó a competir en torneos internacionales.
El torneo de San Sebastián de 1911 es uno de esos puntos de inflexión que están marcados en rojo en la historia del ajedrez. Y en el relato de vida de Rubinstein. Con la excepción del campeón del mundo, Emanuel Lasker, en San Sebastián se dieron cita los quince mejores jugadores del momento. Fue, además, la primera vez que José Raúl Capablanca compitió en suelo europeo. El cubano, a la postre, se llevó el triunfo (y 5000 francos). Sin embargo, se ha pasado demasiado por alto un dato que me parece elocuente: la única derrota de Capablanca se produjo contra Akiba Rubinstein. Al lector aficionado, le recomiendo que revise la partida. En la jugada 17, Rubinstein realiza un movimiento de dama sutil, elegante y perfecto (Dc1!!). Akiba terminó segundo y no perdió ni un solo duelo de los catorce que disputó. Por lo demás, su comportamiento empezó a ser extraño. Su forma de caminar, su modo de estar y no estar presente.
Al año siguiente, de nuevo en San Sebastián, Akiba Rubinstein ganó el torneo con un juego brillante. Su partida contra el austriaco Carl Schlechter es caviar del caro. Capablanca, que esta vez no participó, se deshizo en elogios: «Es una obra maestra completa, un monumento de magnífica precisión. Durante treinta y ocho movimientos, Rubinstein siempre realiza el movimiento exacto, el más fuerte. La partida es un ejemplo clásico que debe conservarse para saber cómo se debe jugar al ajedrez».
De 1908 a 1914 Rubinstein fue, sin duda alguna, el mejor ajedrecista del planeta. La web 'Chessmetrics' estima que el ELO (calificación individual) del polaco en el torneo de San Petersburgo celebrado en 1909 fue de 2.818 puntos. Basta subrayar que Magnus Carlsen, actual número uno del mundo (y, para muchos, el mejor jugador de la historia), tiene un ELO de 2.830. El problema de Rubinstein fue que nunca pudo lucir la corona de campeón del mundo porque, en su época, era el campeón el que elegía contra quién quería jugarse el título, previa exigencia, además, de unas condiciones económicas y un formato que el aspirante debía aceptar. En 1914, cuando Akiba Rubinstein, tras meses de negociaciones, llegó a un acuerdo para enfrentarse a Emanuel Lasker, un nuevo elemento jugó en su contra: estalló la Gran Guerra.
A partir de ese momento, el ya frágil sistema nervioso de Rubinstein se quebró por completo. Su antrofobia, su miedo atávico y misántropo se apoderó de su destino. Ya nunca volvió a ser el mismo. El gran maestro polaco Savielly Tartakower escribió sobre ello: «El juego de Rubinstein ganó en profundidad, pero su pensamiento se oscureció».
Volvamos un momento a 1911. Tras su gran actuación en San Sebastián, Rubinstein tomó un tren para volver a casa. En el trayecto coincidió con el organizador del torneo, el ajedrecista alemán Jacques Mieses. «¿Vuelves a Lodz?», le preguntó Mieses. «No, antes pararé en Munich. Voy a visitar a un prestigioso neurólogo», respondió Akiba. «¿Te ocurre algo?». Rubinstein le contó a Mieses que oía el zumbido de una mosca, que, a veces, sentía cómo se posaba en su cabeza y que, durante las partidas, la mosca no le dejaba concentrarse.
Cualquier ruido, en mitad de la noche, lo perturbaba. Cuentan que, en cierta ocasión, Rubinstein oyó cómo golpeaban la puerta y las paredes de su dormitorio. Enajenado, creyó que el culpable era el gran maestro Richard Reti y, según este relato, entró en la habitación del checoslovaco con la intención de estrangularlo. Debo admitir que, hasta que no encuentre una prueba de verdad acerca de este episodio, me niego a dar por cierta una historia tan rocambolesca.
El propio Reti describió a Rubinstein como «el mayor artista entre todos los ajedrecistas». ¿Quién hablaría en esos términos de quien intentó asesinarle?
De lo que no hay duda es de la excéntrica actitud de Rubinstein durante el transcurso de las partidas. En este punto sí tenemos muchos testimonios. Así, cada vez que realizaba una jugada, se levantaba de su asiento y buscaba un rincón en la sala de juego, donde permanecía meditando sobre lo que iba a suceder en el tablero. Cuando escuchaba que su oponente había movido, regresaba a la mesa. El jugador belga Victor Soultanbeieff le preguntó a Rubinstein por los motivos de este comportamiento. «Lo hago para no molestar a mi rival», contestó Akiba.«Algunos jugadores no se sienten cómodos cuando se les ve pensar».
En 1975, VladímirNabokov mantuvo con Bernard Pivot una maravillosa charla en 'Apostrophes', el mítico programa de Pivot en la televisión francesa. El escritor ruso habló de la locura en el ajedrez. Y se acordó de Rubinstein: «Del manicomio donde solía vivir, una ambulancia lo llevaba cada día a la sala del café donde se celebraba el torneo. Después,tras la partida, lo devolvía a su casilla negra. No le gustaba ver a su adversario, pero una silla vacía al otro lado del tablero le irritaba aún más. Entonces ponían un espejo y él veía su reflejo, o quizás al auténtico Rubinstein».
Esta imagen de Rubinstein frente al espejo (frente a sí mismo) me parece inquietante. Trato de no obsesionarme con el personaje, así que, para distraerme, reviso otra escena bien distinta de la historia del ajedrez. Leo algunas notas que tengo sobre el duelo del 72 entre Fischer y Spassky, en Reikiavik. Entonces recuerdo que el equipo soviético, convencido de que alguna radiación perjudicaba la concentración de Spassky, mandó inspeccionar con lupa la sala de juego y, tras horas de búsqueda exhaustiva, no encontraron nada, pero en una de las sillas hallaron dos moscas muertas.
Siempre he creído que todas las buenas historias de ajedrez empiezan y acaban, de algún modo, en Bobby Fischer.Ahora voy más allá y juego con la idea de que todas las buenas historias de ajedrez estén interconectadas por algo tan vacuo y aleatorio como el zumbido de un insecto. Quizás Rubinstein, a fin de cuentas, no estaba loco. O empezamos a estarlo todos.
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