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Hablar de comer, recordar los sabores que pueblan la memoria: todos lo hacemos a pesar de que la charla no nutra ni las palabras sean alimenticias. Sin sustancia, huelen bien y saben mejor. A casa, a infancia, a alegría, a huevos fritos con chorizo en ... un día frío. Si están ustedes relamiéndose sólo de pensar en algún plato de su abuela o no pueden parar de enumerar suculencias mientras hacen dieta, imagínense lo que puede ocurrir en caso de no tener nada que comer.
Hablamos aquí hace poco de la cocina durante la Guerra Civil española y de la poca importancia que históricamente se le ha dado al asunto gastro-bélico, que parecía limitado a la mera supervivencia o si no a la frivolidad. Está claro que en situaciones desesperadas los humanos comemos lo que podemos y, si nos apuramos, también los unos a los otros, pero quizás —incluso en tiempo de penuria—sea el valor otorgado a algo tan aparentemente secundario como la gastronomía lo que nos separe de la inhumanidad. Pensar en tostadas con mantequilla y mermelada mientras se roe un mendrugo podrido. Repetir mentalmente la receta de una tarta de chocolate al sentir un retortijón de hambre.
Eso mismo hicieron los prisioneros en los campos de concentración nazis. Sometidos a un terrorífico régimen de trabajo, torturas y privaciones, desposeídos de pertenencias, familia o dignidad, muchos de ellos se refugiaron en los recuerdos felices de un pasado lleno de comida. En el campo de Ravensbrück, por ejemplo, las reclusas escribieron a escondidas de los guardianes al menos tres recetarios que han llegado hasta nuestros días. Judías y prisioneras políticas se evadían durante unos minutos compartiendo entre ellas fórmulas de cocina que sabían de memoria. Platos polacos, franceses, alemanes, húngaros, holandeses, griegos o checos, escritos en diversos idiomas y por múltiples manos, pueblan los recetarios del Holocausto; pequeños cuadernos hechos a mano con papel hurtado de las oficinas nazis y lápiz afilado a mano, libritos a los que se aferraron sus autoras hasta la liberación pero que en muchos casos no dieron a conocer por temor a parecer (¡adivinen!) frívolas.
Rebecca Teitelbaum (1909-1999) fue una de esas mujeres que cocinaron mentalmente. Nacida en Bélgica y casada con un húngaro, Rebecca llegó al campo de Ravensbrück en 1943 y allí estuvo 17 meses trabajando como esclava en la fábrica de munición de Siemens. Evacuada por los aliados en 1945, perdió su cuaderno de recetas al ser bombardeado el vehículo de la Cruz Roja en el que viajaba. Rebecca viajó de Alemania a Dinamarca, de allí a Bélgica y luego a Canadá después de reunirse con su marido. Cuarenta años después su sobrino encontró en su casa un pequeño librito lleno de recetas en francés, el mismo que Rebecca perdió en Alemania y que un desconocido le envió gracias a que su nombre aparecía en una carta metida dentro de él. Nunca le había contado a nadie nada sobre el recetario ni se lo había enseñado a su familia, pensando que lo creerían una tontería.
Como esta, solamente en el campo de Ravensbrück hay otras cuatro historias más: la de Franziska Quastler, que en 1944 y con 13 años encuadernó las fórmulas recopiladas entre las internas con cable de las alambradas, la de Yehudit Aufrichtig, que escribía sobre platos fantásticos y menús pantagruélicos, o la de la holandesa Anna Maria Berentsen, que apuntó la frase «cuando estás hambriento, sólo puedes pensar en comida».
Trude Kassowitz escribió en Auschwitz cómo una amiga y ella simulabanque tomaban el té con bizcochos, y cómo se olvidaban momentáneamente del agujero en sus estómagos anotando cuidadosamente los platos que recordaban. En Theresienstadt se forjó un manuscrito culinario colectivo que acabó siendo editado en 1996 con el título de 'In Memory's kitchen' (en la cocina de la memoria) y también existe un documental francés sobre el tema por si están interesados en profundizar. Sigamos hablando de comer.
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