Que tu nombre se convierta en firma es uno de los sueños burocráticos de la vanidad, cuando eres joven y los periódicos se ven como otro espacio más donde demostrarse. Todo es nombre, hacérselo, timbrarlo casi como una divisa que ya no es uno, sino ... el embajador feliz de ese algo impreciso que es uno mismo; un cualquiera en definitiva.
David Gistau era un nombre ya hecho y timbrado en los años 90, cuando empecé a leerle por los bares de Usera. Venía su foto desmelenada y su prosa fresca en un ladito de la página, y hablaba de Woody Allen y de Los Simpson, que para eso teníamos veinte años y no nos tomábamos en serio nada más que el humor. Gistau tenía gracia, que es lo único que debe exigírsele a un columnista, que dé del mundo una interpretación que nos sitúe durante folio y medio por encima de él. Gistau llenaba siempre las columnas de buen rollo, en los diarios de Vocento y Unidad Editorial, según se iba extendiendo el imperio de su firma.
Ahora su nombre convertido en premio me honra haciendo del mío su acompañante, y vendrán otros nombres, y tantos nombres todos juntos dirán que Gistau apadrinó la gracia y la osadía, la palabra.
Comentar es una ventaja exclusiva para registrados
¿Ya eres registrado?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.