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Iciar Ochoa de Olano
Domingo, 7 de junio 2020, 09:15
Si el Covid-19 no hubiera irrumpido en escena para poner el mundo patas arriba, legiones enteras de técnicos de sonido, iluminadores, operarios de carga y descarga, instaladores, electricistas, 'backliners' (músicos encargados de afinar los instrumentos), camareros, carpinteros, transportistas, empleados de seguridad, conductores, y ... así hasta una treintena de gremios diferentes, estarían en ruta por España echando humo. Para estas fechas, ya habrían levantado y desmontado el Viña Rock, en Albacete, o el Tomavistas, en León, y el monstruoso Primavera Sound, con sus diecisiete escenarios y sus 220.000 parroquianos, rugiría estos días a todo voltaje en la Ciudad Condal. Pero lo único que suena allí y en el resto de localizaciones, salas, pabellones multiusos y plazas públicas es el silencio doliente que azota los páramos.
Los festivales al aire libre, barridos ahora del mapa por la pandemia, se habían convertido en los últimos años en un lucrativo negocio para promotores y ciudades de acogida que dejaba tras de sí cifras apabullantes, en las que, en buena medida, se sujetaba el sector. Una vez recuperada del varapalo de 2012, con la subida del IVA cultural, la música en vivo alojada en este tipo de certámenes experimentó un auge desconocido. España se catapultó como el primer destino de viajes hasta alguno de los 850 festivales, según el cómputo del Ministerio de Cultura, que desplegaban su parafernalia de hierro y vatios. El grueso concentrados entre mayo y octubre.
Tras seis ediciones consecutivas de crecimiento de la facturación -en 2019 superaron los 382 millones de euros sólo en concepto de venta de entradas, sin contar la venta de artículos promocionales, las ayudas públicas y los ingresos por patrocinios-, este verano se presentaba como otro hito a batir. De esas expectativas hoy no quedan ni las migas. Un agente microscópico se ha ocupado de tumbar a todo un sector de un golpe certero y brutal, que podría mantenerlo fuera de juego hasta 2021.
El coronavirus se ha bastado para paralizar esta industria que reportaba ya el 0,5 al PIB y, a la vez, para dejar al descubierto la jungla de precariedad, abusos y desprotección en la que se mueven muchos de sus 300.000 trabajadores. Ese es el número de técnicos, el equivalente a toda la ciudad de Valladolid, que los organizadores de los festivales reclutan cada año para ponerlos en marcha. A veces, por jornadas que siempre acaban en maratones; las que más, por horas. En ocasiones, con la remuneración en mano.
«El desamparo en este mundo es absoluto para los empleados. No hay contratos de por medio entre autónomos y empresarios. Todo es verbal, de manera que a diez días de comenzar a trabajar pueden decirte que ya no te requieren y no solo no tienes nada que reclamar, sino que te quedas sin ninguna posibilidad de engancharte a otra producción. En doce años de trayectoria, solo un festival me ha firmado un contrato».
Santi Donoso | Empresario de luz, sonido e instalaciones
Isabel del Moral | Jefa de iluminación de Rosalía
Yolanda Terlera | Producción artística y técnica
Pablo Lesuit | Cantante y músico
La gallega Yolanda Terlera, 49 años, lleva cuarenta certámenes a sus espaldas. Ha trabajado en la producción artística y técnica para el BBK Live, Azkena Rock, Sonisphere, Mad Cool, Primavera Sound o Bay of Biscay. Se ocupa de organizar los conciertos para el promotor, contratando para ello todos los servicios necesarios, y de asegurarse al mismo tiempo que los integrantes de Metallica, Cold Play o Placebo encuentran todo tal y como quedó estipulado sobre el papel. «A veces las bandas internacionales te preguntan a qué sindicato pertenecen los montadores y los técnicos. Les dices que a ninguno y alucinan».
Pese a la que cae, esta 'freelance' del negocio -«aquí todos los somos» - se sabe afortunada. El brote del virus, allá por marzo, le pilló dada de alta como autónoma, lo que le permite cobrar un subsidio mientras dura el estado de alarma. «Pero por entonces la mayoría de la gente aún estaba de baja, con lo que ahora no está percibiendo nada. Conozco verdaderos dramas entre los compañeros», asegura. «Hasta hace tres o cuatro años era habitual que no se diera de alta a los técnicos y montadores. Ahora lo hacen por un día de trabajo. Cotizan los días de bolo, que pueden ser ocho al mes y con eso tienen que hacer frente a la cuota mensual. Es difícil que así salgan las cuentas. Por eso aquí nadie se pone enfermo. Lo lógico sería pagar en función de lo que facturas, como ocurre en Inglaterra y Francia», reclama.
Hasta el pasado diciembre, la granadina Isabel del Moral, 31 años, andaba por los escenarios de Sudamérica y los Estados Unidos poniendo literalmente el foco sobre Rosalía en su gira mundial con 'El mal querer'. Hoy está en su casa de Bilbao tratando de llevar algo de luz a tanta incertidumbre y a «tantos compañeros asustados, que no han cobrado un ERTE y que están ya al límite con la perspectiva terrible de que esto no se reanude hasta dentro de un año». «La salud pública va por delante», enfatiza, «pero en cuanto se pueda este sector va a necesitar apoyo para que pueda resurgir y para evitar que la gente se tenga que echar a la recogida de la fresa».
El cantante, compositor y músico vigués Pablo Lesuit, 31 años, protagonizó el último concierto en una sala Sol de Madrid a reventar antes del confinamiento. Era la presentación oficial de su segundo disco, 'Belorizonte', un delicado esenciero que guarda todas los aromas de un viaje de dos años por Latinoamérica recomendado por su amigo Jorge Drexler. «No sé qué supone este parón en mi carrera. Trato de no personalizarlo y de no dejarme llevar por la frustración. Se ha parado todo para todos», racionaliza mientras busca el modo de mantener vivo su disco nonato.
Lesuit se mantiene con sus ahorros y con una ayuda por cese de actividad. «Soy autónomo, pero tendré que volver a dar clases de música en septiembre y quizá intentar dar algún concierto en acústico». No se queja. Sus músicos están mucho peor. «Muchos viven de compaginar muchos proyectos y tocar en bares. Normalmente no son autónomos, no se les da de alta en la Seguridad Social y se les paga en B. Es como si no trabajaran. No cotizan ni tienen derecho a ninguna prestación. La economía sumergida en este mundo es gigantesca».
El bilbaíno Santi Donoso, 40 años, sortea el apagón musical remangándose y aliándose con los novios y los hosteleros mientras sus trabajadores están en ERTE. Hace unos años, cuando se empezó a «inflar la burbuja de los festivales y las empresas de sonido empezaron a prostituirse tirando los precios», intensificó sus energías en la otra división de la sociedad limitada que comparte con un santanderino, las bodas y celebraciones, mientras ecualizaba algunos escenarios del BBK Live o el Azkena Rock.
«No me voy a quedar en casa lamentándome», se conjura. Pero sabe que otros no tienen forma de maniobrar. «Entre los trabajadores de los festivales hay muchos en la estacada. Solo trabajan seis meses y no han acumulado paro. La desprotección es enorme. Hasta el punto de que los técnicos de sonidos estamos en el convenio del metal. Las ayudas a la cultura son para directores de cine y tramoyistas, y las de la música, para los artistas. No existe un convenio audiovisual que nos acoja».
En las altas instancias, el presidente de la Federación de la Música de España, ESmusica, el paraguas que aglutina a nueve asociaciones del sector y a 111.000 autores, editoriales, sellos, promotores, managers, artistas y salas de conciertos, no esconde el bulto. «Desde el punto de vista normativo y de estatus institucional estábamos en precario. Carecíamos hasta de lo más básico, que es una legislación que permitiera el acogimiento en caso de crisis. Por eso, el 37% de los artistas y prácticamente la totalidad del resto de actividades gremiales, que se encuentran en un limbo profesional, se han quedado sin más ayudas que la del Ingreso Mínimo Vital», admite Joaquín Martínez Silva.
Nacida en diciembre con el objetivo de convertir la música en un sector industrial regulado, reglado y profesional a través de un plan estratégico de tres años, el virus ha hecho trizas la hoja de ruta que se había marcado la federación. Ahora lo inaplazable es rescatar al sector del silencio y de la ruina de su plantilla fantasma.
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