Beethoven, el primer músico libre
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Beethoven dinamita los géneros y lleva a su arte los principios democráticos establecidos en la Revolución francesaLo intentaron Vivaldi y Mozart. Ser libres. No depender de un arzobispo o un rey. Escribir música sin estar sometidos a la disciplina de las ceremonias litúrgicas o las celebraciones políticas. No lo consiguieron. Ambos padecieron dificultades económicas y murieron en la pobreza. Fue el ... precio pagado por la aventura empresarial del veneciano y el desdén por la Iglesia y la corte del salzburgués. Pero abrieron el camino que años después transitó con éxito Ludwig van Beethoven. Él fue el primer músico libre. El primero que construyó su propia carrera sin contar con una fortuna personal que la sostuviera y que logró su objetivo. Este miércoles 16 de diceimbre se cumplen 250 años del nacimiento de este músico genial que es una de las figuras mayores de la cultura universal. Un gigante.
Beethoven parecía destinado a seguir el modelo de Mozart. El niño prodigio llevado de acá para allá por su padre, exhibiéndolo como un mono de feria. Pero su progenitor, un tenor sin demasiado éxito, carecía del talento de Leopold Mozart. A cambio sentía una irrefrenable afición por el alcohol. Por esa razón, el joven Ludwig fue puesto en manos de otros maestros. Uno de ellos, Christian Neefe, no solo le enseñó música. También lo introdujo en la filosofía y el pensamiento. Es así como Beethoven se adentra en las bases de la Ilustración, lo que le hará abrazar muy pronto las ideas democráticas que enarbolan los líderes de la Revolución francesa.
A los 21 años, se instala en Viena, donde salvo algunas breves temporadas vivirá el resto de su vida. Es también donde inicia su carrera como compositor, que los biógrafos suelen dividir en tres etapas. La primera, influida por Haydn y Mozart -no es seguro que llegara a conocer al genio de Salzburgo- dura alrededor de diez años. Son obras elegantes, de estructura ligera e impulso juvenil. Pero el destino, ese que llamará a su puerta de manera simbólica en el inicio de la Sinfonía Nº 5, se cruza en su camino en forma de sordera. Entonces, surge el héroe, el creador que se sobrepone al peor de los males -¿puede haber algo más terrible para un músico que perder el oído?- y comienza a construir su propio personaje: el del compositor poderoso, pura energía, y al tiempo huraño, misántropo, crítico con la tradición y abanderado de la libertad, la igualdad y la fraternidad. No hay mucha influencia francesa en su música, pero sus obras parecen acogerse al azul, blanco y rojo que simbolizan la toma de la Bastilla.
Por eso, cuando Beethoven se entera de que Napoleón se ha hecho coronar emperador rompe la primera página de la sinfonía que estaba escribiendo. Se la dedicará no ya a quien había admirado hasta entonces, sino a uno de sus protectores, el príncipe Lobkowitz, con el añadido -escribe- de que está «compuesta en recuerdo de un gran hombre». ¿Quién es ese gran hombre si Napoleón ha caído del pedestal? El gran hombre, el héroe, podría ser él mismo. La obra es la Sinfonía Nº 3, una partitura con la que el compositor empieza a romper moldes: su longitud e intensidad superan de lejos todo lo que Haydn y Mozart habían dejado escrito.
Esa segunda etapa dura otra década. Más o menos hacia 1815, comienza la última. La fase de su carrera en la que, completamente sordo, asentado sin sombra de duda como un genio, con todo a su disposición para escribir la música que quiera dado que le sobran encargos y mecenas que además no le imponen obligación alguna, mira hacia el porvenir. Es entonces cuando termina por dinamitar los géneros: sus últimos cuartetos son tan avanzados para su tiempo que causan perplejidad incluso entre los aficionados más competentes. Su Sinfonía Nº 9 incorpora un coro, lo nunca visto, y lanza un mensaje de fraternidad al mundo, adoptando de esa manera una actitud política (y democrática) hasta entonces inédita. Sus últimas sonatas para piano, en fin, tienen una profunidad que aún hoy conmueve, como ese movimiento lento de la 'Hammerklavier' que no parece de este mundo, o esas variaciones de la Nº 32 que suenan como un anticipo de lo que será el jazz... un siglo antes de que este género cobre carta de naturaleza.
Hay un Beethoven de pésimo carácter, que ama desesperadamente sin ser correspondido y que siente vértigo ante el matrimonio; que se aleja del mundo como reacción defensiva ante su sordera; que entabla pleitos familiares porque no quiere dar nunca su brazo a torcer. Un Beethoven tan temido como admirado. Y hay otro Beethoven: el genio que escribe una música fuera de su tiempo no tanto pese a su sordera como quizá gracias en parte a esa misma sordera. Porque él no escucha la música, la imagina. Y en su imaginación no hay límites.
Con sus obras, la música pasa del Clasicismo al Romanticismo. La sinfonía, el concierto para instrumento solista, la sonata y el cuarteto adquieren una dimensión nueva. Donde Haydn y Mozart han llevado el lenguaje y los géneros hasta un punto de gran desarrollo, aparece Beethoven y lo revoluciona todo. Es él quien aplica los principios de la libertad a la música. Es el héroe que no cree en los valores del Antiguo Régimen y no solamente no duda en proclamarlo sino que vive y crea en consonancia. Parece una historia apócrifa pero define al personaje: se cuenta que un día que Beethoven y Goethe paseaban por el bosque se cruzaron con un coche de caballos en el que iba el emperador. El escritor hizo una profunda reverencia al paso del carruaje, mientras el músico permaneció impasible. «Emperadores ha habido y habrá muchos», dicen que explicó. «Beethoven solo hay uno». Todos los individuos son libres e iguales, como proclamaban los principios de la Revolución francesa, y el valor de cada cual está en su obra. Esa fraternidad recibirá su himno en la Novena Sinfonía, que no por casualidad es Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.
Beethoven es un gigante de la cultura europea y universal. Un músico extraordinario que se impuso a todas las dificultades. Y también un símbolo. Después de él ya nada fue igual. Los músicos del Romanticismo son profundamente libres gracias a que él lo fue antes. A que él los inspiró. Empezando por Schubert, que murió en la más absoluta pobreza apenas un año después, y siguiendo por Liszt, Brahms y tantos otros.
Fue también un compositor admirado en su tiempo. Cuando murió, hubo en Viena una manifestación de duelo que asombra por sus dimensiones. Cuentan las crónicas que alrededor de 20.000 personas se echaron a la calle para despedirlo. Solo 36 años antes, los restos mortales de Mozart habían sido arrojados a una fosa común del cementerio de la capital austríaca sin más testigos que un cura y los sepultureros. Esa es la diferencia. Beethoven había elevado la figura del compositor a un estadio superior con la libertad por delante. Y siempre estuvo guiado por un afán. Lo dejó escrito en el 'testamento de Heiligenstadt', en el que reconoce el sufrimiento debido a la sordera y justifica su desapego de la vida social. Ahí dice que hizo «todo lo que estuvo en sus manos para ser aceptado en la superior categoría de los artistas y los hombres dignos».
La primera obra en el catálogo oficial de Beethoven está datada en 1792, cuando el compositor tenía 21 años. Para esa edad, Mozart había compuesto alrededor de dos centenares de piezas. No se trata de comparar la dimensión de dos genios indiscutibles, pero el dato revela que estamos ante dos creadores cuyos procesos mentales eran muy diferentes.
A Mozart la música le salía a borbotones. Su velocidad a la hora de componer parecería imposible si no estuviera suficientemente documentada. Muchos de los manuscritos de sus obras que se conservan muestran una escritura sin apenas correcciones. Las notas, los compases, fluían perfectos de su cabeza.
Las partituras originales de Beethoven, en cambio, presentan muchas correcciones. Su genio es de otro tipo: no reside tanto en una facilidad creativa sin parangón en la Historia del Arte -¿quizá solo Picasso entre los más grandes?- como en la capacidad para buscar nuevos límites, para diseñar horizontes a los que nadie se había aproximado. Beethoven es un compositor autoafirmativo. Su obra en ocasiones tiene una energía desbordante, eléctrica, y en otras es de una profundidad reflexiva que parece una oración laica.
El hombre cuyo amor no fue nunca correspondido -al menos, no en la misma medida- puede ser intensamente lírico. Lo es en un buen puñado de ocasiones. El misántropo del que no pocos hacían burla escribe el mayor himno a la fraternidad jamás compuesto. Beethoven. No es preciso decir más.
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