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Julia Alfranca recuerda que en su casa no había luz ni agua a mediados de los años sesenta. Vivía en Cantalobas (Huesca), un pueblo creado por la dictadura de Franco para incrementar la productividad agraria. Eran tan pobres que se alumbraban con candiles de carburo y se iban a la cama temprano. La colada se hacía en la acequia, desde donde acarreaban agua para el uso diario. Había tanta humedad en la casa que alguno de sus hijos enfermó.
Julia y su familia fueron colonos de un pueblo recién creado por el Instituto Nacional de Colonización, un organismo que pretendía sacar de la miseria a miles de campesinos. El proyecto era bienintencionado: crear nuevos asentamientos y zonas de regadío, pero pronto la iniciativa mostró su verdadero propósito, financiar con enormes de transferencias de capital público a los grandes terratenientes, que vendieron al Estado parte de sus tierras a un precio muy lucrativo. El historiador Antonio Cazorla, catedrático de Historia de la Universidad de Trent en Ontario (Canadá) acaba de publicar un exhaustivo estudio sobre el empeño del régimen de construir cerca de trescientos pueblos y barriadas, una empresa trufada de propaganda que pretendía hacer creer que la dictadura se tomaba en serio los problemas seculares del campo. 'Los pueblos de Franco' (Galaxia Gutenberg) muestra cómo el proyecto sirvió para proteger a los grandes propietarios, sin brindar mejores condiciones de vida al campesinado. «Al acabar la guerra, la gente que trabajaba en el campo se estaba muriendo de hambre. Se calcula que cada familia necesitaba ganar tres o cuatro veces el salario de 1939 para poder subsistir», apunta Antonio Cazorla.
El libro desmonta con profusión de datos el mito de las virtudes de la colonización agraria en España entre 1939 y 1975 y desvela que la iniciativa afianzó el poder de los grandes propietarios, ya de por sí enriquecidos durante los años inmediatos de la posguerra. «Hasta principios de los años sesenta, más de la mitad de la cosecha española de trigo y aceite se comercializaba en el mercado negro, lo que dio lugar a beneficios pingües. La posguerra supone grandes años para el capital agrario gracias al precio alto de los productos, los bajos salarios y las inmensas posibilidades de corrupción».
El régimen llegó a asentar a más de 30.000 colonos, mientras millones de campesinos siguieron viviendo en condiciones paupérrimas. Ni los nuevos núcleos de población que llevó a cabo el Instituto Nacional de Colonización ni las tímidas medidas de redistribución de la tierra fueron suficientes para cambiar la estructura social y económica del agro español. Para colmo, muchos colonos accedieron a la propiedad de la tierra mediante préstamos a un interés del 5% anual, con lo que quedaron endeudados durante décadas. Muy diferente fue el beneficio obtenido por los grandes terratenientes, que se enriquecieron con esas inyecciones masivas de capital que apostaban por la extensión de los regadíos. «En realidad, solo se expropiaba menos del 30% del total de la tierra. El resto, que solía ser la de mejor calidad, se la quedaba el terrateniente, pero ahora irrigada con dinero del Estado, de modo que se revalorizaba entre un 400% y un 1.000% sin asumir ningún riesgo».
El proyecto de colonización agraria fracasó como medio para fijar población. Los nuevos propietarios, generalmente familias numerosas, lograron enraizarse en el lugar con tan solo una parcela, pero las segundas generaciones no gozaron de ese modesto privilegio. «La tierra no se podía dividir porque entonces la explotación era inviable. En muchos pueblos, los miembros de la segunda generación optaron por marcharse, y los hijos ya no quisieron volver a esos sitios remotos, sin servicios, sin trabajo y sin futuro. En otros pueblos se mantuvo la población a causa del alto paro rural: los jóvenes se quedaron viviendo en casa de los padres y subsistieron sacándose unas peonadas».
El Banco Mundial publicó un informe demoledor que levantó ampollas en el que se concluía que la implantación del regadío se hizo de manera indiscriminada y costosa. La lectura del libro deshace el mito de Franco como gestor eficaz, preocupado por el bienestar de los más desfavorecidos. «El dictador se benefició de una consecuencia de la Guerra Civil: el país quería la paz. Y cuando su ministro de Economía le convence de que adopte un plan de estabilización, la economía se contrae y sube el paro, pero rebota con fuerza en 1961 y se mantiene el crecimiento hasta 1974. Era algo que no estaba planeado. De hecho la famosa campaña de los 25 años de paz no estaba prevista, no había nada que celebrar».
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