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Hubo un momento, en los albores del conocimiento del VIH, en que los científicos despreciaban a los enfermos de sida. No querían saber nada de una enfermedad asociada con los homosexuales y drogadictos. Por esos tiempos, en los años ochenta, compartir jeringuilla era una vía ... fácil para contraer la dolencia. Si ahora el sida es una enfermedad crónica, en aquella década en que la heroína campaba a sus anchas el paciente de sida arrastraba el doble estigma de adicto y portador de una patología desconocida que suponía un tabú. Sobre los enfermos de se ciñó un velo de silencio, como si fueran apestados. Este es el trasfondo de 'Hijos dormidos' (Libros del Asteroide), de Anthony Passeron, con el que el narrador francés debuta en la novela. Su texto entrevera el relato familiar con la crónica social y científica de aquellos años, en los que la investigación era errática y balbuciente y se abría camino entre la oscuridad.
Cuarenta años después de que su tío Désiré falleciera de sida, el escritor Anthony Passeron decidió abrirse paso en el impenetrable silencio familiar que rodeaba su muerte. Fruto de ese empeño nace 'Los hijos dormidos', un hermoso libro a caballo entre el reportaje, las memorias y la novela, en el que el autor imbrica dos historias: la irrupción del virus en una familia de un pequeño pueblo del Mediodía francés y la lucha contra el microorganismo en los laboratorios franceses y norteamericanos.
El título del libro hace alusión a esos jóvenes devastados, agotados, hambrientos y ladrones que muchas veces acaban muertos por sobredosis. Al principio se veían los pinchazos, luego aprendieron a esconderlos, primero entre los dedos de los pies, luego, incluso, debajo de la lengua. Rapiñaban, engañaban y a veces se casaban y tenían hijos, como es el caso de Désiré. Hasta que un día enfermaban y morían de un agente misterioso que los dejaba en los huesos.
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