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Detalle de 'Vieja friendo huevos', de Velázquez (1618). R.C.

¿Dónde están los huevos blancos?

Gastrohistorias ·

A pesar de que la mayoría de razas autóctonas de gallina pone huevos de color blanco, en las tiendas solo se ven los morenos

Ana Vega Pérez de Arlucea

Viernes, 5 de julio 2024, 00:25

Espero que mi vecina Esperancita siga teniendo gallinas. La última vez que estuve en el pueblo seguían cacareando alegremente en su corral, saliendo a la huerta para buscar gusanillos entre la hierba y poniendo huevos en los rincones más insospechados. Eran unas gallinas algo dispersas, poco constantes quizás en su cometido ovícola, pero cuando se entregaban a la labor obsequiaban al mundo con la perfección hecha huevo: sabroso, de yema rabiosamente amarilla y cáscara tan impoluta como nívea. Lo curioso es que aquellas pitas que ponían huevos blanquísimos lucían negras como el carbón. Las gallinas de Esperancita eran -y espero que sigan siendo- «señoritas», denominación que en mi pueblo se da a las de raza castellana negra y que constituyen una de las pocas razas de gallináceas genuinamente españolas.

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Lo de autóctono, ya saben ustedes, hay que cogerlo siempre con pinzas. Se cree que las castellanas negras fueron introducidas en la península ibérica por los árabes en el siglo VIII, así que aunque no fueran estrictamente de aquí (en realidad todas las gallinas domésticas proceden originalmente del sudeste asiático) se hicieron fuertes en los predios de Castilla y dieron pie, a su vez, a nuevos cruces y razas como la gallina menorquina, la utrerana, la andaluza azul (de origen español pero seleccionada allá en el siglo XIX por criadores ingleses), la andaluza sureña o morucha y la española de cara blanca.

Todas ellas ponen huevos de color blanco, los mismos que a tenor de lo que vemos en las tiendas parecen haber desaparecido de la faz de la tierra. Nunca jamás de los jamases he visto a la venta un cartón con huevos que no fueran morenos. Da igual que sean normales, camperos o ecológicos, baratos, caros o de inmediatísima proximidad: todos sin excepción tienen la cáscara de un tono entre crema y marrón, y por eso cuando vamos a un supermercado en el extranjero o vemos un vídeo de cocina foránea nos llama tanto la atención que tengan a su disposición huevos impecablemente blancos.

Diferentes gustos

¿Se acuerdan de la saga sobre la 'operación Supermercado'? Mientras me documentaba sobre el tema encontré una foto de la inauguración del primer supermercado de Madrid (el séptimo de España), celebrada el 18 de diciembre de 1958. Junto al alcalde, el obispo y otras autoridades se veía una pila de cartones de huevos... ¡blancos!

¿Qué es lo que ocurrió para que desaparecieran de las tiendas y fueran completamente arrinconados por los huevos morenos? Se ha dicho que fue una cuestión de gustos, de predilección por un producto que parecía más rústico o natural que su homólogo albo. También se ha apuntado que durante los años 70 los consumidores asumieron que los huevos pardos eran más nutritivos que los blancos, pero teniendo en cuenta que la mayoría de la gente cree (la misma tontería se puede leer en muchos medios de comunicación) que las gallinas de color marrón dan huevos ídem y las blancas, blancos, no parece difícil descartar todas esas paparruchas. Ni siquiera vale la excusa de que las mejores razas de ponedoras son las de fruto moreno, ya que existen tipos como la gallina Leghorn que ponen huevos blanquísimos y entran en la categoría de esforzadas «gallinas súper ponedoras», capaces de soltar 300 o más al año.

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El color de la cáscara del huevo depende de cuestiones estrictamente genéticas y no tiene ninguna relación con su calidad, frescura o, como ya hemos visto, con el tono del plumaje de la gallina en cuestión. No son mejores unos que otros, pero sí es diferente la percepción que nosotros tenemos de ellos.

Durante muchísimo tiempo en gran parte de España se prefirieron los blancos simplemente porque eran los habituales. Imagínense que hace 200 años tuvieran ustedes un corral o un pequeño gallinero: criarían las gallinas típicas de la tierra, las mismas que tenían también sus vecinos e iguales a las de todos los pueblos de la región. Estarían tan acostumbrados a recoger huevos siempre del mismo color que si un día se toparan con uno distinto se quedarían asombrados, y probablemente para mal. Eso es lo que pasaba por ejemplo en Madrid en el siglo XIX, donde habituados a los huevos blancos de gallina castellana veían con malos ojos los que entonces se llamaban colorados, rubios o pardos.

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Venían de Galicia, donde reinaba la gallina de Mos de huevos morenos, y a veces de mucho más lejos. La demanda superaba ampliamente a la producción nacional, que no estaba industrializada, y al no haber aún gallinas híbridas (específicamente seleccionadas por su alta capacidad ponedora) los hueveros dependían del talento natural de las autóctonas o de la importación.

En primavera y principios del verano, cuando las gallinas eran más generosas, los huevos se almacenaban -con suerte gracias a la incipiente refrigeración- para ponerlos a la venta meses después. En 1934, hace menos de cien años, se traían a España ingentes cantidades de huevos desde Marruecos, Portugal, Dinamarca e incluso Uruguay. El color de estos huevos viajeros era habitualmente moreno y se vendían más baratos que los blancos autóctonos pero no por su color, sino por su menor frescura. La próxima semana les contaré más.

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