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Ilustración botánica de un champiñón y fotografía de portada del libro 'La historia del cultivo del champiñón en La Rioja' (Pablo García-Mancha, 2013).
Champiñón: de las catacumbas parisinas a las bodegas riojanas

Champiñón: de las catacumbas parisinas a las bodegas riojanas

Gastrohistorias ·

Primo elegante del silvestre, el novedoso champignon de París o «cultivado» comenzó a producirse en nuestro país a finales del siglo XIX.

Ana Vega Pérez de Arlucea

Viernes, 24 de enero 2025, 00:02

¿Cuánto tiempo dirían ustedes que llevamos comiendo champiñones? La pregunta tiene más intríngulis del que podríamos imaginar. La presencia del champiñón fue uno de los pocos errores que se les escaparon a los organizadores del XVI Concurso Internacional de Pinchos y Tapas Medievales, celebrado por la Red de Ciudades y Villas Medievales este pasado mes de octubre en Sigüenza. El requisito imprescindible para participar en esta competición es presentar un plato que no lleve ingredientes americanos, pero si la gracia está en obviar alimentos que fueran desconocidos en España durante la Edad Media los límites no deberían restringirse a los que vinieron de América a partir de 1492: varias de las recetas finalistas tenían como base el bacalao salado, cuyo consumo no fue habitual hasta el siglo XVI, y otra llevaba una salsa de champiñones.. que también es anacrónica.

Los champiñones que tenemos hoy a mano en las tiendas son de la especie Agaricus bisporus, una flamante novedad micológica que comenzó a cultivarse en Francia hace 300 años y que los paladares españoles no cataron —a no ser que fueran a probarlo in situ— hasta bastante después. En la Edad Media lo que había, condiciones óptimas mediante, eran champiñones silvestres o de prado (Agaricus campestris), pero no sólo son distintos sino que ni siquiera se llamaban «champiñones». La palabra francesa champignon procede del latín vulgar campaniolus («que crece en el campo») y es un término genérico que, al igual que ocurre en castellano con «seta», sirve para referirse a todos los hongos. Lo que nosotros ahora llamamos «champiñón», así a secas, llevó originalmente la coletilla de «de París» para distinguirlo de cualquier otra seta y dejar claro cuál era su aristocrático origen. Quienes dominaban el francés sabían que sin esa mención a la ciudad del Sena decir «champignon» era lo mismo que decir «hongo de cualquier clase», pero los legos en idiomas extranjeros tomaron la parte por el todo y acabaron usando «champiñón», oportunamente españolizado a base de ñ, para denominar una seta concreta.

Fue pionero en su cultivo el paisajista y agrónomo francés Jean-Baptiste de La Quintinie (1626-1688), jardinero del rey Luis XIV, de quien se dice que consiguió criarlos en lechos de estiércol al aire libre en Versalles. El champiñón se reproduce a partir de esporas que desprende según va madurando y que acaban formando parte en el sustrato que lo rodea del micelio, una red de filamentos a través de la cual los hongos obtienen sus nutrientes. Trasplantar ese micelio a un jardín, ponerlo en un buen lecho de abono y que de él salieran nuevas setas no parecía difícil, pero en muchas ocasiones el estiércol se pudría y la producción dependía además de las condiciones metereológicas. Para crecer con vigor el champiñón necesita oscuridad, humedad y una temperatura constante de unos 18 ºC. A principios del siglo XIX un avispado horticultor parisino, monsieur Chambry, descubrió que todos esos requisitos se daban de manera natural en las cuevas subterráneas y adaptó el método de cultivo champignonniste (en camas o lechos de estiércol de caballo) a las canteras abandonadas que rodeaban París. Su éxito pronto se propagó a las catacumbas de la ciudad y a cualquier cueva, bodega o sótano oscuro y fresco. Los «champignons de couche» o de París comenzaron a cultivarse masivamente en toda Francia, especialmente en el valle del Loira, y luego en otros países gracias al perfeccionamiento del método y a la venta de micelio esterilizado e industrial.

En España se vendían ya en 1807 como una carísima delicatessen directamente traída de los mercados parisinos, y a lo largo del siglo XIX se popularizaron un tanto debido a su venta en conserva y al auge de la gastronomía francesa. La materia prima vino del extranjero hasta 1892, cuando aparece la primera referencia a su producción en nuestro país. El 3 de abril de ese año el periódico La Correspondencia de España mencionó que «para satisfacción de los aficionados y para que sirva de estímulo a nuestros horticultores» un hortelano de Aranjuez llamado Juan Gras había encontrado el modo de obtener unos «fecundos criaderos de champignon» que producían nada menos que 15 kilos diarios. Aquello prometía ser un filón, ya que hasta entonces todo el champiñón que se consumía aquí era importado. No explicaban si Gras tenía sus criaderos en un subterráneo, pero sí sabemos que en 1904 la importante empresa riojana Trevijano e Hijos —dedicada a las mermeladas y las conservas vegetales— tenía 14 cuevas en las proximidades de Logroño en las que cultivaba champiñón, con un rendimiento de 100 kilos al día durante todo el año.

La idea pasaría a Segovia en los años 20, época en la que se convertirían en champiñoneras las cuevas cercanas al monasterio de Santa María del Parral, y seguiría también en La Rioja al abrigo de viejas bodegas en las que ya no se hacía vino. Ahí donde la ven, la comunidad autónoma riojana es junto a Cuenca la mayor región productora de champiñón de nuestro país y una de las más importantes de Europa. Y todo gracias a un señor de París.

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