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Guillermo Elejabeitia
Viernes, 19 de marzo 2021, 00:11
Cuando ellos llegaron el fuego ya estaba encendido, el guiso en marcha y los comensales sentados a la mesa. Elena Arzak, Marcos Morán o Marc Roca no han tenido que enfrentarse al reto de levantar un restaurante desde cero, eso ya lo habían hecho antes ... sus padres o sus abuelos. Sin embargo su tarea puede resultar aún más ardua, pues les toca mantener en alto el legado recibido. Hablamos con algunas de las sagas culinarias más reconocidas del país sobre lo que significa heredar el oficio de cocinero.
Si hasta hace unas décadas era habitual que la profesión pasara de padres a hijos, hoy eso se ha convertido casi en una rareza. Los vástagos reclaman libertad para elegir su futuro y ya ni siquiera los padres insisten demasiado. «Que haga lo que quiera para ser feliz», es la consigna más repetida, sobre todo en un oficio, como el de cocinero, que suele llevar aparejada una vida de sacrificios.
De hecho, a ninguno de los sucesores con los que hemos hablado les presionaron para que se pusieran el delantal. Marcos Morán dejó a los 18 el pueblo asturiano de Prendes para estudiar Periodismo en Madrid, «o para hacer que estudiaba -bromea-. Solo cuando volví a casa con las orejas gachas me metí en la cocina, pero nunca sentí presión para que me involucrara en el restaurante», reconoce. Y eso que Casa Gerardo lleva pasando de generación en generación desde sus tatarabuelos.
Su padre, Pedro, que «nació entre perolas» y siempre tuvo claro su destino, había callado al verlo marchar a la capital, pero «el día que volvió y me dijo que se quedaba conmigo en la cocina fue el más feliz de mi vida». Desde entonces gobiernan esta casa centenaria como un tándem, en el que «uno dirige y otro da pedales, aunque la posición que ocupa cada cual va cambiando con el tiempo». Esa bicefalia ha dado muy buenos frutos en la casa asturiana, capaz de combinar la experiencia y el dinamismo de dos generaciones fundamentales en la cocina española. Aunque a veces pueden saltar chispas. «Trabajar con nosotros es una profesión de riesgo», advierten.
Si hablamos de paternidad en la gastronomía española hay que mencionar inevitablemente a Juan Mari Arzak, que además de padre de sus hijas está considerado el patriarca de la Nueva Cocina Vasca. Su figura, agigantada por la leyenda, podría haber ensombrecido la de Elena (nada menos que mejor cocinera del mundo en 2012) pero ella siempre se ha tomado con deportividad lo de ser 'hija de'. Algo ha tenido que ver en ello el «espíritu joven del aita, que ha confiado en mí desde el primer día».
«Yo casi le animaba a que estudiara otra cosa, porque esta es una vida muy esclava y ella sacaba muy buenas notas, pero me ha venido muy bien que sea cocinera», cuenta Juan Mari entre risas. Todavía recuerda el primer plato que preparó Elena. «Era una ensalada de marisco muy curiosa, fue todo un éxito y yo presumía en el comedor de que la había hecho mi hija». Ella, sin embargo, se «moría de vergüenza». Con el tiempo ha aprendido a ser el contrapunto sereno a la personalidad arrolladora de su padre. «Somos muy distintos pero complementarios y, aunque discutimos todos los días, funcionamos muy bien», coinciden.
El ejemplo de un padre con la fama internacional de Joan Roca puede llegar a imponer, quizá por eso su hijo Marc prefirió foguearse en la cocina de la mano de sus abuelas. Con la materna salía de niño al campo para recoger ingredientes, «con ella tuve por primera vez ganas de ser cocinero, de poner el paisaje en la mesa», recuerda. Con la paterna dio sus primeros pasos profesionales en el mítico Can Roca. Reconoce que ha llegado a «sentir cierta presión por la excelencia conseguida por mi padre y mis tíos, pero esa misma presión es una ventaja, un reto, algo que no sólo te empuja, te dice que es posible».
A Javi, el hijo de Paco Roncero, le picó el gusanillo «mientras correteaba por las cocinas del Casino de Madrid» siendo casi un bebé. Da gracias porque el apellido Roncero le ha abierto muchas puertas, pero también le ha enseñado que este oficio es «trabajo, trabajo y trabajo». A sus 24 años aprende pastelería junto a otra saga culinaria de altura, los Torreblanca, y comienza a acariciar su propio sueño: un restaurante donde el dulce sea el gran protagonista. «Yo solo le aconsejo que se libere de la presión de no defraudar y disfrute de estos años de formación», dice su padre.
Desde que Joseba Arguiñano tiene uso de razón su padre es famoso. «Tú vas a acabar en la tele como tu padre», le decían desde crío, y aunque debutó ante las cámaras hace más de 20 años con la timidez propia de la pubertad, es últimamente cuando se postula como digno heredero de Karlos Arguiñano en diversos programas culinarios de la televisión.
En su caso, las comparaciones son inevitables, «pero que te comparen con un crack es buena señal».
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