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Retrato de Marcel Proust en 1895 y foto promocional de la marca 'La Madeleine de Proust'. R. C.
En busca de la magdalena perdida

En busca de la magdalena perdida

Gastrohistorias ·

La famosísima magdalena de Marcel Proust se ha convertido en un icono francés, un nombre comercial y un cliché literario, pero los borradores del novelista hablaban originalmente de otro alimento

Ana Vega Pérez de Arlucea

Viernes, 4 de abril 2025, 00:26

Hace unas pocas semanas les hable aquí de las magdalenas, de por qué se llaman como se llaman y de la singularidad ibérica de la clásica magdalena con faldones de papel vs. el chic estilizado de la madeleine francesa. Quise explicar las razones por las que la nuestra acabó siendo grandulona, rechoncha, empapelada y algo más rústica que su antecesora gala, y no tuve espacio para contarles una de las cosas que más me llamaron la atención mientras me documentaba sobre el tema.

Aunque en aquel artículo les dije que para saber de magdalenas no hacía falta «evocar a Marcel Proust ni a su manido éxtasis magdalenero», lo cierto es que en internet me topé con numerosas referencias proustianas y una de ellas me dejó patidifusa. Resulta que en 1971, el pueblecito francés de Illiers, allá en el departamento de Eure y Loir, cambió oficialmente su nombre por el de Illiers-Combray. Se conmemoraba entonces el centenario del nacimiento de Marcel Proust (1871-1922), y por obra y gracia de un decreto ministerial esta pequeña población de poco más de tres mil habitantes pasó —¡alehop!— a ser conocida con un topónimo sacado de la literatura de ficción. En Illiers habían residido los tíos paternos de Marcel Proust y allí pasó él sus vacaciones entre los siete y los once años, hasta que el asma, las alergias y otros problemas de salud le impidieron ir al campo.

A partir de 1881 Proust no volvió a Illiers más que para un asunto de herencias, pero como si de un millennial fantasioso y excesivamente nostálgico se tratara, don Marcel alimentó durante el resto de su vida aquellos recuerdos infantiles y acabó dando un gran protagonismo al pueblo de sus tíos en su obra maestra. En la novela 'En busca del tiempo perdido', o más bien en sus siete partes publicadas entre 1913 y 1927, Illiers se presenta camuflado y reimaginado bajo el nombre de Combray, así que los franceses pensaron que qué mejor que subirse al carro del turismo literario dándole un impulso al viejo poblado de Illiers.

No sé si ustedes habrán leído la que es la novela más larga de la historia, pero su primera parte ('Du côté de chez Swann' o 'Por el camino de Swann') abunda en paisajes y personajes de Combray y contiene un pasaje tan famoso que prácticamente se ha convertido en un cliché: el de la dichosa magdalena. El narrador, trasunto autobiográfico de Proust, comienza contando que le quedan pocos recuerdos del lugar en el que pasaba las vacaciones. Según él el pasado está fuera del alcance de la inteligencia consciente, oculto «en algún objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que ni siquiera sospechamos».

«Algo extraordinario»

Como ya se estarán oliendo ustedes el narrador descubre enseguida ese santo grial. Un día de invierno su madre le ofrece tomar un té y él, a pesar de que no acostumbra, acepta merendar. Y he aquí el quid de la cuestión magdalenera: «Mandó a buscar uno de esos bollos cortos y rollizos llamados pequeñas magdalenas que parecen haber sido moldeados dentro de la valva acanalada de una vieira [...] me llevé a los labios una cucharilla de té donde había dejado empaparse un trozo de magdalena. Pero en el instante mismo en que el trago mezclado con migas del bollo tocó mi paladar, me estremecí, atento a algo extraordinario que dentro de mí se producía [...] ¿De dónde había podido venirme aquel gozo tan potente? Lo sentía unido al sabor del té y del bollo, pero lo superaba infinitamente, no debía de ser de igual naturaleza».

A fuerza de untar, beber y dejarse invadir por esta extraña sensación acaba saliendo a flote un recuerdo potentísimo. «Aquel sabor era el del trocito de magdalena que me ofrecía los domingos por la mañana en Combray (porque los días festivos yo no salía antes de la hora de misa), cuando iba a darle los buenos días a su cuarto, mi tía Léonie después de haberlo mojado en su infusión de té o de tila». La visión, el tacto o el nombre de las magdalenas no habían provocado ninguna reacción en el narrador hasta el momento en que mezcladas con el té se las llevó a la boca. En palabras de Proust, «cuando nada subsiste de un pasado antiguo, tras la muerte de las criaturas, tras la destrucción de las cosas, sólo el olor y el sabor, más frágiles pero más vividos que nunca, más inmateriales, más persistentes y más fieles, perduran». Éste es el famoso efecto «magdalena de Proust» o efecto proustiano, un fenómeno memorístico por el cual una percepción sensorial despierta un recuerdo hasta entonces olvidado.

Hoy en día en Illiers-Combray hay un jardín de Marcel Proust, un parque Swann, la casa de su tía se ha transformado en el Musée Marcel Proust y varias pastelerías dicen vender la supuesta y auténtica madeleine que conoció el autor. La fama de la magdalena proustiana ha desbancado a la de Commercy y existe una marca comercial de magdalenas prémium llamada 'La Madeleine de Proust'. Lo que no cuentan es que en 2015, cuando se dieron a conocer los borradores manuscritos de 'En busca del tiempo perdido', se descubrió que originalmente el recuerdo era desencadenado por un trozo de pan tostado, que luego pasó a ser biscotte y finalmente magdalena.

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