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Imagen de huevo hilado Santa Teresa.
Feliz huevo hilado

Feliz huevo hilado

Gastrohistorias ·

Esta dulce elaboración a base de yema de huevo vuelve a nuestras mesas cada Navidad, pero ¿cuál es su origen y por qué está asociado a la cocina festiva?

Ana Vega Pérez de Arlucea

Sábado, 21 de diciembre 2019, 00:37

No intenten negarlo: en Navidad somos todos un poco viejunos. Resulta entrañable a la par que maravilloso que durante un par de semanas nos olvidemos de pretensiones modernas y volvamos a las tradiciones: los villancicos, el belén heredado con sus ovejas de distintos tamaños, la ... cola de la lotería, el espumillón y el huevo hilado. Porque la gracia de las Navidades está en repetir patrones y perpetuar costumbres familiares aunque sea sólo una vez al año, y una parte importantísima de ese legado festivo reposa en lo que comemos en los sucesivos banquetes navideños. En cada hogar de España y según sea su tradición culinaria particular o regional se repiten impepinablemente cada año diversos platos a los que quizás el resto del año no haríamos ni caso, pero que en una cena de Nochebuena o festín de Año Nuevo resultan absolutamente imprescindibles. Cóctel de gambas, croquetas, espárragos tres salsas, canapés variados, aguacates rellenos, galantinas, brazos gitanos de ensaladilla… Recetas que afortunadamente nada tienen que ver con las tendencias culinarias actuales y que vuelven a nuestras mesas porque nuestra madre o abuela siempre los hicieron, conectándonos momentáneamente con nuestro pasado gastronómico. Es el momento de la sopa de almendras, del cardo en salsa, los pimientos rellenos, la sopa de pescado o de los grandes asados. Recetas propias de la cocina tradicional que se juntan con otras elaboraciones típicas de décadas pasadas, cuando aprendieron a cocinar aquellos que educaron nuestro paladar.

Así que sí, es deliciosamente inevitable en estos días la aparición de platos «viejunos», entendiendo como tales los que estuvieron en boga en los fantásticos años 60, 70 y 80. Y a mí, que el año pasado publiqué un libro titulado 'Cocina viejuna' sobre los hitos culinarios de aquella época y sus circunstancias, me suliveyan sus perjúmenes. Pero especialmente los del huevo hilado. Desde su atalaya en lo alto del asado o repanchingado en su cama de blondas, el huevo hilado ha visto pasar siglos y modas sin inmutarse en lo más mínimo. Impertérrito e insondable, vela por el cumplimiento de las buenas costumbres desde hace por lo menos cuatrocientos años y seguramente continuará al pie del cañón dentro de otros tantos. Aunque me han llegado rumores de que hay quien no lo sirve en el menú navideño (¡e incluso de que algunos ignoran lo que es!), el huevo hilado es a la Navidad lo que el pareado a las letras de Mecano: su muso total. Adaptado a los usos, costumbres y folklore de cada casa, puede aparecer en forma de fruslería decorativa o pitanza nutritiva, pero estar está. En rollitos, en conos, como guarnición, sobre los canapés, para comer a puñados… Una Navidad sin huevo hilado, perdonen que se lo diga, no es Navidad.

Así funciona desde 1611, cuando Francisco Martínez Motiño lo incluyó en dos platos de su banquete navideño ideal (bollo de vacía y costradas de mollejas). El jefe de cocina de Felipe III incluyó el huevo hilado en su recetario 'Arte de cozina' como ingrediente o adorno de hasta siete preparaciones distintas, y dedicó más de cinco páginas a explicar cómo elaborarlo. Del mismo modo que ahora, se trataba de confitar hebras de yema de huevo en almíbar. Escurridas y secas, se utilizaban para rellenar dulces o empanadas y como decoración comestible de carnes asadas. La combinación de salado y dulce y el uso de esta elaboración como contrapunto goloso a los asados grasos mantuvo al huevo hilado en el candelero durante siglos.

Vale que a finales del XIX se dijera que usarlo como guarnición de fiambres era una costumbre ya un tanto rancia, o que la gran Emilia Pardo Bazán lo calificara de «plato cursi que continúa gustando a mucha gente» (en 'La cocina española moderna', de 1917), pero incluso ella admitió por lo bajini que era una cosa fetén: aunque no le resultara elegante, según ella «el jamón en dulce con su dorada cabellera de huevo es cosa muy buena». Y es que cerdo y huevo hilado han formado un tándem perfecto durante cientos de años, tanto que para mucha gente forman un matrimonio indisoluble. A lo largo de la historia hemos ciertamente decaído en finura (pasando del rumboso pernil asado al jamón de york), pero a pesar de ello la esencia de su unión persiste. La pata de cerdo o jamón en dulce, cocido en casa con vino de Jerez y especias, dio con el tiempo paso al jamón de Avilés o Trevélez, luego a la galantina, y después al fiambre comprado. Intentando imitar a la cocina burguesa pero sin dinero para todo, las amas de casa de los 70 apostaron por mantener el huevo hilado —que luce mucho gracias a sus rizos dorados— a la vez que ahorraban en el apartado del embutido. La reputación del huevo hilado se derrumbó a velocidad supersónica, la misma con la que inundó sándwiches, canapés, orlas, cenefas y toda clase de ornamentos un poquito horteras como los conos de jamón o las flores de ídem. Quizás esa sea la razón por la que esta delicia ha sido desterrada por siempre jamás de restaurantes o libros de cocina con ínfulas, pero, ¿quién quiere comer a lo moderno en Navidad? Vayan corriendo a comprar huevo hilado.

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