Cuando comenzó, le decían que era un actor cómico. Luego encarnó a un buen puñado de perdedores (¿cómo olvidar su Rogelio en 'La taberna fantástica' de Alfonso Sastre?), esos antihéroes lúcidos que contemplan la vida desde los márgenes. Ahora, fuera ya de ese teatro digamos ... convencional, Rafael Álvarez 'El Brujo', (Lucena, 1950) se ve a sí mismo como «un ciego cantando un romance». Un ciego que sube al escenario solo, si acaso con la única compañía de un músico, e interpela al público en una función en la que actor y personaje se confunden y no se sabe dónde está uno y dónde el otro. Un teatro también que requiere de la participación del público, de su implicación en la difusión de un mensaje que apela a los clásicos de la escena y también al mundo de hoy mismo. «Para implicar al público puedes utilizar cualquier técnica. Y si no lo logras, deberás buscar otra forma de hacerlo», advierte. Eso incluye las referencias a los grandes nombres de la escena y a la realidad cotidiana de quienes están en el escenario y en el patio de butacas. Lo dice con toda seriedad: «Shakespeare está en las facturas».
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- Su primer papel en una función de teatro fue haciendo de mosca...
- Qué bueno, ya casi ni me acordaba. Fue en 'El juego de los insectos', de los Capek. Debió de ser en 1968 o 1969, cuando estaba en Madrid en el colegio mayor San Juan Evangelista.
- Un centro con una gran actividad cultural que ya no existe. ¿Un símbolo de lo que sucede con la cultura en este país?
- Es un símbolo de una etapa en la que la cultura irradiaba luz e iluminaba a la sociedad, a los políticos y a personalidades de otros ámbitos. Los políticos entonces tenían que ser cultos, leídos, un poco artistas. La cultura tenía otra respetabilidad. Hoy se impone otro concepto y gracias a las nuevas tecnologías se ha democratizado en el sentido de que es más extensiva, pero los contenidos son más banales. Es menos cultura y más entretenimiento, algo más de escaparate, de apariencia.
- Fue un compañero de colegio mayor quien lo bautizó como El Brujo.
- Sí, fue José Luis Ortiz Nuevo, un gran experto en flamenco. Entonces, en los momentos de reunión de los colegiales, era habitual poner motes. Él me puso ese y me lo quedé.
- He leído que el 'Quijote' le salvó la vida. ¿Cómo fue?
- Sufrí un accidente de coche y una edición del 'Quijote' de la colección Austral, que llevaba en el bolsillo derecho de la chaqueta, paró el golpe de manera que el libro se quebró como si fuera de cristal pero mi cadera apenas sufrió.
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- El tan repetido poder salvífico de la cultura.
- Aquí de manera plena (se ríe).
- Usted ha cambiado las reglas del teatro: obras de un solo intérprete que improvisa, incluye 'morcillas' con cosas de actualidad, confunde actor y personaje... ¿Cuándo y por qué se produjo ese giro?
- Se gestó en un largo proceso, pero la raíz estuvo en los años ochenta. Yo había trabajado en el teatro independiente y pasé al profesional con una obra de Moratín, haciendo un papel como de Arlequín que enreda a otros personajes. Pues con ese personaje que debía ser gracioso me di cuenta de lo aburrido que era ese teatro.
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- Dicho de esa manera...
- Es que tenía que ser que viniera Vittorio Gassman o que se hiciera el 'Mahabharata' de Peter Brook o algo de José Luis Gómez para que no fuera así. El resto era muy convencional, todo un poco obsoleto. Entonces me dije que no quería hacer eso, que deseaba salir al escenario e improvisar, jugarme el tipo cada día. Que el escenario fuera un lugar de riesgo.
- Y ha hecho cosas tan singulares como que en el descanso de la obra sigue en el escenario, medita, habla con el público...
- He hecho mi propia y modesta revolución teatral, como hizo Kantor en su momento, lo mío a nivel personal. El teatro es lo que tú quieres que sea si el público lo acepta. Y el público igual no lo expresa así, pero lo que quiere es verdad. Lo que sucede muchas veces es que está sentado en su butaca y se pone a pensar en dónde ha dejado el coche.
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- Se distrae de la función.
- Y pasa. Es como los políticos que van a entregas de premios y escuchan con respeto pero sin atención. Si el actor que interpreta a Hamlet se vuelve loco y hace algo diferente, el público se fija porque está fuera de control. Si dentro de las convenciones no logras que el público se fije, rómpelas. Recupera la pureza, la inocencia, la verdad del momento. Haz algo que recuerde a los espectadores que están vivos.
- «Soy como un ciego cantando un romance», dice. Y en una época en que estamos saturados de estímulos, su teatro se basa en la palabra.
- Tiene que ser una palabra intensa, poética, una voz con convicción. La gente debe ser consciente de ello, porque si no es un acto sin valor. Si mucho teatro subsiste es por inercia, porque respetamos ciertas convenciones.
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- ¿Un teatro como el que usted defiende requiere un público más formado?
- El público debe ser parte activa de lo que ocurre, debe estar implicado y para ello puedes utilizar cualquier técnica. Si no lo logras, deberás buscar otra forma de hacerlo. La responsabilidad es tuya siempre.
- Su teatro está lleno de referencias clásicas que ahora ya no se enseñan en la escuela. ¿Nota esa falta en los espectadores más jóvenes?
- Sí. Han perdido la conexión con los valores fundamentales de la cultura humanística. El ser humano está enfrentado a grandes limitaciones pero debería elevarse sobre eso para ser casi divino. El anhelo de divinidad tira de nosotros. Si tú pierdes el significado de lo que te dicen, y tienes una sobrecarga de información, no eres humano; eres entre animal y robot. Y la cultura es cómplice de esto, de la banalización, por querer estar a la moda, por hacerle la pelota a las redes sociales. El teatro no necesita pantallas ni rayos láser. Ni glamur barato en las entregas de premios. ¿Por qué se hace como con el cine? El teatro se justifica por su pobreza frente al oropel.
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- ¿Es cierto que todo está en los clásicos?
- El teatro es una tradición milenaria conectada con la cultura viva y conserva esos valores de los clásicos. Es como el archivo histórico de la Humanidad.
- Creo que en su casa tiene dos mesas: una para el estudio y la preparación de sus trabajos teatrales y otra para los papeles y la gestión económica. ¿Hasta dónde lleva ese desdoblamiento?
- Hace años era así, pero ahora ya tengo una sola mesa para todo. En ella, lo mismo estudio a Shakespeare o leo una cosa filosófica que reviso las facturas. Shakespeare está en las facturas.
- ¿Y la vida de los personajes? ¿Le cuesta desprenderse de ellos?
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- Ya no hago personajes como tales. Es antinatural. Nunca eres el personaje. En el teatro, todo personaje es el actor. Nuria Espert siempre es Nuria Espert haciendo distintos personajes porque ha construido una máscara con la fuerza de la tragedia griega. Es el misterio de la magia del teatro.
- La pandemia ha afectado mucho a los espectáculos en vivo, que han perdido numerosos espectadores, salvo el teatro. ¿A qué lo atribuye?
- A que muchos de esos espectáculos se basan en camiones llenos de cosas. Y le diré que en el teatro quien menos ha sufrido la pérdida de espectadores he sido yo, que no necesito nada sobre el escenario. Hace unos días veía un vídeo de un maestro de meditación y me decía que lo que hacía es puro teatro. Y cuando a veces llego a un pueblo y el iluminador me dice preocupado que no puede poner un foco para dar una luz concreta siempre le digo que no se preocupe, que no importa.
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- Hace casi 20 años de su última película y casi 30 de su último trabajo relevante en TV. ¿No le interesa lo que se hace ahora ahí o es que ya esos medios tienen poco que ver con su trabajo teatral de hoy?
- Eso es de otra reencarnación, ya lo dejé. El Brujo volvió a nacer y lo hizo a otra escala. Es lo que ha sucedido.
- ¿No lo echa de menos? ¿No le gustaría hacer su trabajo actual pero en ese soporte?
- Sí, pero como dice sería de otra manera muy distinta. Aunque no sé si sería viable económicamente. La gente va más que nunca al teatro, pero las instituciones no es que no apoyen el teatro, es que le ponen trabas.
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- ¿A qué se refiere?
- Le pondré un ejemplo. Me acaban de llamar para ofrecerme actuar en un teatro público. Pero las condiciones son que nosotros pagamos el alquiler, a razón de 2.500 euros, y la taquilla es para nosotros. Es decir, que ellos no solamente no corren ningún riesgo sino que encima hacen caja. Y eso sin hablar de los intermediarios.
- ¿Qué intermediarios?
- Te llaman de un ayuntamiento pero el contrato lo tienes que hacer con otra empresa que se lleva la mitad y que son amigos del concejal de Cultura de turno. Andalucía tiene unos programas de teatro pero es para dar trabajo a algunas compañías para que estén contentos. Nos consideran pedigüeños molestos y nos dan algunas cosas para que no protestemos.
- Al menos les dan contratos.
- Pero en la Consejería de Cultura, de cada diez euros disponibles para el teatro ocho son para los funcionarios y solo dos para las compañías. Hay una desconexión total con el conocimiento espiritual. Por eso suelo decir que hace falta una redefinición, que llegará por un nuevo humanismo de la gente que estudia yoga y filosofía oriental. Algo que ya está ahí para que nos definamos cada día.
- ¿Qué le queda por hacer? ¿No volvería un tiempo al teatro convencional por hacer un Shakespeare?
- Hago Shakespeare cada día. Soy un juglar que hace teatro. Hago clásicos con lenguaje del siglo XXI. Ese es mi camino.
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