La Casa Museo de Lope de Vega, en el madrileño Barrio de las Letras, acoge hasta el 29 de septiembre una curiosa -y gratuita- exposición que recorre la historia del cuidado de la salud en el Siglo de Oro, y en la que no faltan útiles y chocantes remedios farmacológicos, como el emplasto de rana con mercurio (una mezcla con los restos cocidos del anfibio), que al parecer era mano de santo para los picores testiculares, la sífilis, la alopecia, las fiebres palúdicas y la meningitis; o las sangrías, una práctica médica que purgaba los humores del cuerpo para ahuyentar enfermedades.
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La botica de Lope, como se titula, exhibe medio centenar de piezas, desde alambiques, redomas, sangraderas, cajas de adormideras, morteros y orzas de farmacia, hasta a antídotos, somníferos y pócimas mágicas, como la 'uña de la gran bestia', una pezuña de alce que se raspaba y el polvo resultante se diluía en un brebaje con resultados supervitamínicos, el Red Bull del siglo XVII.
La muestra está comisariada por el catedrático de Historia de la Farmacia Antonio González Bueno y Alejandra Gómez, director y conservadora del Museo de la Farmacia Hispana de la Universidad Complutense, de donde procede buena parte del material exhibido. Otros han llegado a través de la Biblioteca Nacional y del Museo Lázaro Galdiano.
Cada objeto aparece acompañado del texto teatral en el que Lope de Vega (1562-1631) lo cita expresamente, y su 'traducción' a la literatura científica de la época, en este caso obra del boticario y escritor Jerónimo de la Fuente Piérola (1599-1671), buen amigo de Lope –pese a llevarse casi 40 años– y autor del 'Tyrocinio Pharmacopeo', un avanzado tratado de farmacia.
A través del Fénix de los Ingenios y de su colega el boticario, el visitante conocerá las diferentes terapias y teorías alquímicas del Siglo de Oro, como la triaca, un preparado compuesto por decenas de ingredientes, entre ellos el opio y la carne de víbora, que utilizaban como panacea universal contra todo tipo de males. Pero ojo, no valía cualquiera. «Tenía que ser una víbora hembra no preñada , ni pequeña, ni grande, ni joven, ni vieja». O el cuerno de unicornio –realmente el colmillo de un narval–, usado para purificar comidas y bebidas. O las piedras bezoares, a las que Lope alude en su comedia 'El bautismo del príncipe de Marruecos', y que son cálculos de rumiantes con propiedades para curar la rabia, deshacer las piedras de la vejiga e «incluso algunas de índole más psicológico como alejar la tristeza o evitar la melancolía», apunta González Bueno.
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Curiosas son también las píldoras perpetuas, unas bolitas de metal empleadas como vomitivo y que una vez tragadas se expulsaban mezcladas con las heces, con lo que se podían recuperar para un nuevo uso, es decir para un uso 'perpetuo'. O la colección de plantas aromáticas que se pueden ver en el precioso jardín de la Casa Museo, como el arrayán y sus efectos astringentes. Se decía que si se bebía vino de arrayán antes de cualquier otro se impediría el estado de embriaguez.
La pieza favorita del comisario, «el tótem de la exposición», como lo define, es un escritorio de madera utilizado como farmacia de viaje. El mueble dispone de distintos cajoncillos, donde el boticario de turno atesoraba todo lo necesario (mercurio, láudano, almizcle, poleo, arrayán, flores de violeta, aceite de laurel, cortezas de cítricos...) para elaborar emplastos, jarabes y demás fórmulas magistrales. Incluso guardaba pan de oro (le atribuían poderosas virtudes curativas) y piedras preciosas, como los rubíes, «que al ser rojos se pensaba que tenían efectos sobre la sangre», ilustra el catedrático, que explica que la joya 'comestible' se machacaba antes de ingerirla. «Y funcionaba», le pregunto. Tras un largo, larguísimo silencio sonríe y dice: «Es tu propia creencia la que hace que funcionen o no».
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