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Juan Manuel Valentín Tejero, salió de la cárcel el 11 de noviembre de 2013con la cara cubierta por una poblabada barba, gafas de sol y gorra. Así se presentó ante los periodistas que esperaban a las puertas de la prisión manchega de Herrera ... de la Mancha. El asesino de Olga Sangrador y violador de, al menos, otras seis niñas vallisoletanas entre los años setenta, ochenta y noventa quedó libre a sus 52 años y pudo regresar a Valladolid, en concreto al barrio vallisoletano de La Victora donde residió. Ya en el 2013 tanto su mujer como sus hijas rechazaban la presencia de Tejero.
El asesino de Olga Sangrador pasó 21 años y cinco meses en prisión de los 63 años, 9 meses y un día de cárcel por su ristra de delitos, beneficiado por la doctrina Parot.
Ya el día de su salida de la cárcel fijó su residencia oficial a efectos de notificaciones en el domicilio familiar de la calle Fuente el Sol, situado en el barrio de La Victoria, el mismo en el que residía en su día y en el que llegó a regentar un quiosco y un salón recreativo (en la misma calle). También ofreció una segunda dirección en Santovenia de Pisuerga, según confirmaron en su día fuentes penitenciarias. Valentín Tejero era libre de residir en cualquier de ellas, ya que el auto que dictaminó su excarcelación inmediata no contemplaba medida alguna que limite sus movimientos.
Sus abogados recurrieron la decisión judicial que le impedía acercarse a Villalón de Campos hasta 2019, localidad de Olga Sangrador y donde reside la familia. Finalmente la Audiencia desestimó el recurso.
Juan Manuel Valentín Tejero, llevaba una vida aparentemente normal. Estaba casado, tenía, y tiene dos hijos, regentaba un quiosco. Pero su personalidad ocultaba lo que la psicóloga penitenciaria que le examinó durante los últimos años le calificaba, y la cita es literal, como un «germen del mal». La experta aclaró que si nunca pudo tratarle fue porque él rechazó todos y cada uno de los programas de rehabilitación.
Así que las conclusiones a las que llegaban todos los informes penitenciarios elaborados durante sus más de veinte años de estancia en la prisión de Herrera de la Mancha apuntaban a que se trata, aunque el término está hoy en desuso, de un psicópata –la terminología oficial se refiere a que sufre un trastorno antisocial de la personal– con mayúsculas. Entonces ya se indicaba que el recluso vallisoletano «va a salía exactamente igual, con el mismo peligro, que cuando entró en prisión en 1992».
Y estamos hablando, proseguía la experta –prefiere ocultar su identidad–, «de un pedófilo que siente un impulso sexual irrefrenable ante los niñas pequeñas que desemboca en comportamientos muy violentos». Su trastorno, que le convierten en «irrecuperable» para la sociedad, se tradujo desde su adolescencia en, al menos, un primer intento de violación –inauguró su reguero de antecedentes con tan solo 15 años– seguido de media docena de agresiones sexuales a menores y finalizado con el secuestro, la violación y el brutal asesinato de la niña de 9 años Olga Sangrador durante la madrugada del 27 de junio de 1992.
Y lo peor de todo, a juicio de una experta que conoce de primera mano su perfil, es que el asesino y violador multirreincidente vallisoletano carece, y la cita de nuevo es literal, «de conciencia del mal». Tanto es así que los informes penitenciarios recogen que el pederasta tiene «anulada su afectividad y no siente el dolor que puede sentir cualquier persona ante hechos como los que él mismo ha cometido y ante los que carece de resortes para controlarse».
La experta aclaraba que «no se trata de una persona violenta, ni mucho menos, en su vida diaria, pero tiene una patología muy definida que le llevan a convertirse en un hombre muy violento con un exceso, incluso, de maldad innecesaria sobre sus víctimas –siempre niñas de entre 9 y 16 años– por esa ausencia de conciencia del mal ». La psicóloga, de hecho, no duda en que «volverá a violar en cuanto se relaje la presión social y mediática sobre él».
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