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Silvia G. Rojo
Domingo, 28 de julio 2024, 10:38
Sonríe cuando se le dice que los panaderos «son ricos porque no tienen tiempo para gastar el dinero que ganan», pero más allá de la broma o chascarrillo, esa frase contiene una realidad: el sacrificio de una profesión que está en horas bajas.
A las cuatro de la mañana amanece cada día para José Alberto Alonso, el panadero de Pollos, una localidad vallisoletana en la que, siendo generosos, duermen unas 600 almas cada noche. «Empecé hace 20 años con mis padres y llevo diez años yo solo», explica este profesional. «Antes echaba una mano porque lo necesitaban y verdaderamente, llevo aquí metido desde que abrieron, era pequeño y hacía los dulces con mi madre... ¡Así que toda la vida!».
Como en todo, también a la hora de elaborar el pan ha habido cambios, la maquinaria ha evolucionado aunque hay cosas que es «imposible» hacerlas si no es de manera manual. Incluso, con los aparatos más sofisticados o, en ocasiones, tampoco compensa.
Y eso lleva a José Alberto a hablar de los márgenes. «Antes se ganaba dinero, ahora vamos justitos porque los precios de las materias primas han subido un 200% en los últimos años y vamos bastante apretados», asegura.
Explica que a negocios como el suyo, en poblaciones pequeñas, les ha venido muy bien el servicio que prestan a la hostelería pues «no puedo vivir solo con lo de mi pueblo, esa es la verdad».
El pan industrial, que ya se encuentra en cualquier tienda, bazar o gasolinera, sin olvidar las grandes superficies, ha entrado sin piedad en la cesta de la compra de cualquier mortal, para disgusto de los artesanos. «Con ese pan no podemos competir, aunque me parezca que es una vergüenza que se pueda comercializar cualquier pan y hacerlo de cualquier manera».
Eso sí, no deja de reconocer que «la gente nos tiramos a lo cómodo, vas al súper y tienen ahí eso, por llamarlo pan, y ya cargas; encima a un precio irrisorio porque ellos no viven del pan».
Sobre si el futuro de los panaderos está sentenciado, José Alberto especifica que, «en cierto modo, para los pequeños esto se acaba porque no podemos competir con todo esto que hemos dicho».
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José Alberto, sin ser su pasión, confiesa que le gusta «hacer pan, pero es un oficio demasiado sacrificado», al tiempo que deja claro que la peor parte es «estar todos los días, no descansas, no desconectas». Madrugar es lo de menos, «no me importa», pero a las once horas diarias de trabajo hay que añadir, además, papeles cuando llegas a casa.
Dormir tres o cuatro horas diarias se ha convertido en costumbre, «si no, no vives y haces como los niños pequeños, comer y dormir porque no hay tiempo para más». Su percepción es que las satisfacciones del panadero son «pocas» y declara que fue gracias a su mujer, no hace mucho tiempo, cuando decidió cerrar los domingos pues «era eso o reventaba». Este lujo semanal ha sido posible, en parte, porque coincide en el descanso con los restaurantes a los que sirve así que «con un día de descanso, soy el rey».
La variedad
En su vitrina se aprecia la variedad de panes, pero aclara que sus clientes «son bastante clásicos, no piden cosas muy extrañas, los de fuera están más acostumbrados a ese otro pan de gasolinera, a las baguettes, aquí son de lo de toda la vida». Eso no quiere decir que no vaya introduciendo cosas nuevas, una chapata, una rústica, pero se aleja de modas como puede ser la extendida afición por la masa madre. «No creo que la mayoría de la gente sepa lo que le están dando».
El pan de la provincia de Valladolid siempre ha tenido buena fama y considera que es de los más baratos si se compara con zonas como Galicia. «Valladolid tiene un pan bueno y encima lo vendemos barato por competencia entre nosotros. Eso no puede ser; yo vendo los productos a lo que creo que tengo que venderlos, sobre todo los dulces. Desde luego, nunca quieres hacer daño a la clientela».
En esta casa tienen mucha fama las pastas caseras, viajan por toda la geografía nacional. «Con otras cosas vas probando y, si tienen aceptación, lo vas sacando; es complicado porque hay un montón de surtido por todas partes, así que yo procuro que me compren por calidad, no por el precio; el que viene es porque realmente le gusta, no porque valga más barato». Las magdalenas son otro de esos productos que elabora a diario y «se venden muy bien», concluye.
A pesar de que las modas van cambiando y la gente «cada vez viene más tarde a los pueblos», el verano sigue siendo la parte más fuerte del trabajo, cuando se produce una mayor demanda. «También se nota un montón la carretera en los restaurantes con los que trabajo, eso funciona bastante bien, no me puedo quejar». Precisamente, a esa gente de fuera, en muchos casos, los productos les parecen «mucho más baratos que en sus lugares de origen» y cuenta la anécdota de clientes de San Sebastián que se desplazan hasta su obrador para comprar, solo y exclusivamente, 20 roscones en la época navideña. A punto de cumplir los 50, duda de si se jubilará en el negocio: «Cada vez lo dudo más; si no tienes un margen aceptable, no compensa el sacrificio».
Algunos oficios tradicionales de nuestros pueblos y localidades están en peligro de extinción. Por eso, y a lo largo de seis entrevistas, pondremos cara y ojos a esas personas que, pegadas a la tierra, intentan que estos trabajos no desaparezcan. Su día a día, sus esperanzas y sueños de la mano de Reale Seguros y su compromiso con territorio y las personas que mantienen la vida en el entorno rural.
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