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La insurrección estalla en Segovia
La Historia que nos une

La insurrección estalla en Segovia

Los primeros muertos se registraron en la ciudad del Acueducto, que era la más industrializada en ese momento

Alfonso Domingo

Escritor y cineasta. Autor de la novela 'Comuneros' (2022)

Martes, 23 de abril 2024, 10:46

Si Toledo había sido la primera en rebelarse contra el rey, la insurrección y los primeros muertos se registraron en Segovia, la ciudad más industrializada en ese momento, que sería uno de los grandes bastiones de los comuneros, cuyo líder, Juan Bravo, quedaría en la historia de las comunidades haciendo honor a su nombre. La partida del rey a Alemania, con las noticias del cambio de votos de los representantes de algunas ciudades y el nuevo servicio otorgado al monarca en las Cortes de la Coruña para que se coronase emperador –que recaerían en especial sobre los pecheros–, coincidió con una asamblea de indignados menestrales en la Iglesia del Corpus Christi el 29 de mayo de 1520. Con los ánimos muy exaltados, la actuación imprudente de Hernán López Melón, un corchete, recriminando las palabras de los que protestaban, provocó la insurrección, que acaudilló un pelaire llamado Antón Colado. Melón, tras ser linchado por la plebe y arrastrado por toda la ciudad, fue colgado de un poste frente a la ermita del Cristo del mercado, e igual suerte corrió Roque Portal, otro aguacil muy odiado por los populares. Al día siguiente compartiría espacio en el patíbulo uno de los procuradores de la ciudad comprados en La Coruña, Rodrigo de Tordesillas, que había llegado a la ciudad a pesar de las advertencias de que se pusiera a salvo. Tordesillas creyó que valdría un memorándum y su palabra, pero desde las puertas del ayuntamiento la multitud le arrastró por las calles y le ahorcó, como había hecho con los dos aguaciles. A pesar de que días más tarde el concejo segoviano envió disculpas y mediadores al cardenal Adriano y al Consejo Real, explicando que había sido un estallido de una parte de los menestrales de la lana y de varios oficios, éste, a instancias del colérico Gonzalo Rojas, el arzobispo de Granada, optó por escarmentar con crueldad a toda la ciudad. Se mandó al alcaide Rodrigo Ronquillo con medio millar de hombres y caballos, que era una cifra desmedida para hacer justicia y demasiado exigua para la guerra y para castigar a toda una población, que al oír aquello, se declaró en comunidad.

«La Corona y los nobles no perdonaron la actitud de Segovia»

Los segovianos intervenían en la vida política con diputados y las asambleas de la parroquia de cada barrio, que mediante el tañido de campana, se convocaban regularmente para abordar problemas generales. Un organismo más restringido, la Junta de Guerra, concentraba los poderes y recursos sobre la fuerza militar. La Junta los reclutaba, pagaba, ordenaba en cuerpos, con sus capitanes y alféreces, y nombró a Juan Bravo como capitán de las gentes de Segovia. Juan Bravo, apuesto y gallardo, destacaba entre los regidores, era famoso por sus bibliotecas y su buen vestir. Había estado al servicio de la reina Isabel como contino y del cardenal Cisneros después, cuando quiso poner en marcha sus gentes de ordenanza. En Segovia levantó cerca de dos mil hombres, que no eran «ni hidalgos ni miserables» y que había empezado a entrenar con las armas que se habían adquirido en el tiempo de Cisneros y que ahora servían para que la comunidad segoviana se defendiera del rencoroso alcaide. Otras fueron compradas a los armeros de la urbe. Juan Bravo estaba casado en segundas nupcias con María Coronel, familia de judíos conversos, hija de Iñigo López Coronel, primer tesorero de la Santa Junta comunera y nieta de Abraham Senior, banquero de los reyes católicos.

Ronquillo llegó a castigar a Segovia, pero obtuvo lo contrario, a pesar de cercarla. Entonces se retiró a santa María de Nieva, cortando los suministros que podía. Sus hombres prendían y torturaban a quienes salían de la ciudad, amputándoles una mano o un pie, cuando no les ahorcaban y descuartizaban. La comunidad de Segovia hizo una salida a la desesperada, cuatro mil enardecidos, soliviantados por Antón Colado. Ronquillo los desbarató sin esfuerzo. La ciudad, entonces, despachó mensajeros para pedir ayuda a Toledo, Ávila y Salamanca. El capitán Juan de Padilla salió de Toledo con más de doscientos de a caballo, mil peones, algunos cañones pequeños y se encaminó a Segovia. Tras unirse las tropas madrileñas con Juan Zapata a la cabeza, y los bravos segovianos de Juan Bravo, que esperaban en El Espinar, los comuneros llegaron a Segovia el 17 de agosto con quinientos de a caballo, cerca de dos mil peones y algunas piezas de artillería.

«Juan Bravo quedaría en la historia de las comunidades haciendo honor a su nombre»

El anuncio de esa llegada excitó los ánimos y salieron, para enfrentarse con Ronquillo, cerca de tres mil quinientos hombres bien armados pero mal mandados. Iban los segovianos a sufrir una nueva derrota cuando asomaron en el horizonte las escuadras de Padilla, Zapata y Juan Bravo, y el alcaide se retiró. La posterior quema de Medina del Campo que se negó a entregar la artillería real para bombardear a Segovia, incendió toda Castilla. En la guerra que siguió, Juan Bravo y sus tropas segovianas serían uno de los grandes apoyos de Padilla –estuvo presente en las entrevistas con la Reina Juana y con el cardenal Adriano y en la toma de Torrelobatón-, hasta la batalla de Villalar donde el alcalde de Navalcarnero, Alonso de Arreo, defendió el pendón de la ciudad.

Mientras que la ciudad enviaba sus representante a la Santa Junta de Ávila –entre ellos el regidor Juan de Solier, que sería decapitado como otros siete procuradores al final de la guerra en la plaza de Medina del Campo– los imperiales se arracimaron alrededor del conde de Chinchón, Fernando de Bobadilla y Cabrera, odiado por los segovianos, que aún recordaban la manera en la que su familia había labrado su fortuna gracias a la Reina Católica, quitando tierras a la ciudad. Los comuneros derribaron las fortalezas de Chinchón y Odón, mientras el conde de Chinchón con los imperiales se atrincheró en el alcázar y la torre de la Catedral románica. Los alzados cercaron la fortaleza a la que cortaron el agua, pusieron guardas, levantaron barreras y palenques y abrieron fosos. En los meses posteriores, el combate fue recio, pues los imperiales se defendieron con brío de los asaltos. Tal y como dijeron luego cronistas como Colmenares, se peleó con más odio al enemigo que veneración al templo, y cayeron muchos de uno y otro lado, hasta que los cercados se refugiaron en el Alcázar. Tras la toma de la catedral románica, los comuneros intentaron bombardear desde allí la fortaleza. A causa de los combates, la catedral sufrió grandes daños y tuvo que ser posteriormente derruida.

Tras la derrota de Villalar, Segovia se rindió el 7 de mayo de 1521 y tuvo que soportar la ocupación del ejército imperial. La Corona y los nobles no perdonaron la actitud de Segovia. Tras ser una de las ciudades más dinámicas del reino, con las multas impuestas y el castigo a su burguesía y pequeña nobleza, comenzó su declive. Se picaron los escudos de familias como los Buitrago o Mesa. De los 293 exceptuados del exiguo perdón de Carlos I, 21 eran de Segovia, la cuarta provincia en número de condenados.

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