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María Isabel del Val Valdivieso
Catedrática de Historia Medieval de la Universidad de Valladolid
Martes, 23 de abril 2024, 12:11
Carlos de Habsburgo fue jurado en las Cortes de Valladolid de 1518, iniciando un reinado que, sobre el papel, compartió con su madre Juana I durante muchos años. En ese momento la situación en la Corona de Castilla era difícil, ya que la crisis que atravesaba desde el fallecimiento de la reina Isabel se agravó con la llegada de la nueva dinastía y las exigencias del monarca, circunstancia que hay que tener en cuenta para comprender las Comunidades.
Todavía hoy nos preguntamos cómo definir ese conflicto y si fue la última revuelta medieval o la primera revolución moderna. La respuesta no es fácil, por la complejidad del fenómeno y porque los cambios en el devenir histórico son fruto de una evolución, larga en ocasiones. En nuestro caso, el paso de la Edad Media a la Moderna vino marcado por progresivas transformaciones y conflictos que, mediante cambios en la organización administrativa del reino y luchas por el poder que agitaron la vida política y social del siglo XV, culminaron en la revolución comunera.
En la línea de Alonso de Madrigal (El Tostado) y al hilo de los comentarios a 'La Política' de Aristóteles, se desarrollan nuevas ideas que circulan entre todos los sectores sociales; se discute sobre el ejercicio del poder, las relaciones rey-reino y la posibilidad de que un órgano colegiado prevalezca sobre un poder unipersonal. En los círculos cultos y entre quienes tienen aspiraciones de poder, se plantea la defensa del «bien común», de la «res publica», frente a las pretensiones de «poder real absoluto». El debate se anima y esos postulados llegan a los gobernados, al común del reino que manifiesta tener conciencia política y busca intervenir en la toma de decisiones.
A lo largo del siglo XV, una parte de la nobleza que quiere llevar las riendas del reino sometiendo al monarca a su voluntad e intereses se enfrentó con otra que, defendiendo al rey, pretende participar de su poder actuando de acuerdo con él (el reinado de Enrique IV es quizá el periodo en que eso se observa con mayor nitidez). Esto contribuirá a crear cierto ambiente contrario a los grandes.
Las oligarquías urbanas, conscientes de sus intereses y capacidad, pretenden intervenir en los asuntos de gobierno y que su voz sea escuchada, aspiración que lideran las ciudades con representación en Cortes y sus procuradores. Dicen defender el bien común y el patrimonio regio, mostrando su descontento por las mercedes reales en favor de los nobles, a los que consideran enemigos de los intereses del reino. Además, entre los sectores más destacados de la sociedad urbana hay quienes, movidos por las ideas políticas en circulación, pretenden intervenir en asuntos de gobierno y el ejercicio del poder más allá de los límites de su ciudad. Junto a esto, también quieren alejar el control de la corona sobre sus asuntos, lo que a veces conduce al rechazo del corregidor.
Esa conciencia política se observa igualmente entre el común de la ciudad y el campo, que actúa como comunidad política. A lo largo del siglo XV hay evidentes manifestaciones de resistencia al dominio señorial: protestas contra los señores, rechazo de las donaciones de nuevos señoríos y rentas realizados por los reyes en beneficio de nobles, y solicitudes de su reversión en favor de la corona, dado que tales cesiones reducían la base material del poder regio. Surgen así enfrentamientos entre señores y campesinos en los que estos manifiestan su descontento por el proceder nobiliario, por las cargas a las que se ven sometidos y, cuando es el caso, por verse cedidos al dominio señorial, por considerarlo perjudicial para ellos y para el patrimonio real.
En las ciudades, el común, consciente de su personalidad, capacidad e intereses, busca hacerse un hueco en el gobierno local al lado de la oligarquía, lo que provocó luchas por el poder que se manifestaron de forma diversa en unos casos y otros. Las diferencias que surgen en torno al procurador del común son un ejemplo de esta circunstancia.
Al mismo tiempo las ciudades estrechan lazos entre sí a través de las Hermandades que, además de ocuparse del mantenimiento del orden y la persecución de malhechores, facilitan la colaboración interurbana y la circulación de ideas y propuestas políticas. La constitución de la Santa Hermandad por iniciativa de los Reyes Católicos vino a favorecer esa comunicación, que también se vio auspiciada por las reuniones de los procuradores en Cortes.
Al final del siglo XV, las tensiones y problemas fueron neutralizados por la política de Isabel y Fernando, pero resurgieron tras la muerte de la reina, e incluso se agravaron. La crisis sucesoria favoreció que volvieran a manifestarse posturas que, defendiendo al rey, creían necesario limitar su poder para garantizar los intereses de la corona y del reino. Las predicaciones de algunos frailes contribuyeron a difundir ideas que abogaban por el bien común, la limitación del «poder real absoluto» y el control de la nobleza. Además, la llegada de Carlos I avivó el temor a una fiscalidad cada vez más exigente y el rechazo a que los flamencos que le acompañaban desempeñaran cargos en la organización política, eclesiástica y administrativa en detrimento de los naturales y los intereses del reino.
Las Cortes de 1520 fueron la ocasión para que todo ese descontento saliera a la luz y para que las ciudades rebeldes se dotaran de un órgano propio siguiendo el modelo de la Hermandad. Surgió así la Santa Junta, que contó con líderes respetados y un programa, la Ley Perpetua, que recogía parte de las viejas reivindicaciones. Vista desde el siglo XV, la sublevación comunera fue la culminación del proceso bajomedieval. Pero eran nuevos tiempos, las circunstancias habían cambiado, y con ello se amplió la dimensión del conflicto y se modificaron algunas prácticas y objetivos. Así, hundiendo sus raíces en el medievo, las Comunidades dieron paso a la modernidad.
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