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Mariano Esteban de Vega
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Salamanca
Martes, 23 de abril 2024, 12:02
Vivimos tiempos de memoria, o más bien de memorias, armónicas o complementarias a veces, más a menudo en conflicto, que compiten por el pasado para dotar de legitimidad a proyectos de presente o de futuro. Porque, para desolación de muchos historiadores profesionales, la historia nunca ha sido la única forma de aproximarse a un acontecimiento histórico. Tampoco la más influyente desde el punto de vista social, pues el prestigio que puedan alcanzar las obras de los historiadores competirá siempre en desventaja con la capacidad de seducción de las recreaciones del pasado que muestran la literatura, el arte o, en nuestros tiempos, los medios audiovisuales. Y qué decir de la política y de los políticos, con sus poderosas plataformas institucionales, que saben muy bien que el control del pasado es un instrumento muy útil para el control del presente y rara vez renuncian a jugar a fondo esa baza.
Por eso, mucho antes de que la revuelta comunera que tuvo lugar en la Corona de Castilla a comienzos de la segunda década del siglo XVI se convirtiera a finales del siglo XX en elemento central de una memoria histórica asociada a la construcción identitaria de la Comunidad Autónoma de Castilla y León, la evocación de aquellos acontecimientos sirvió a otros propósitos. Uno de ellos, probablemente el que los dotó de mayor celebridad, fue el proceso de construcción del Estado nacional que tuvo lugar en España durante la revolución liberal de la primera mitad del siglo XIX y en las décadas de consolidación que siguieron a aquella.
Entonces, a la búsqueda de referentes del pasado que pudieran legitimar las transformaciones en marcha, los comuneros de Castilla fueron representados como antecedentes de una especie de lucha permanente por la libertad, apóstoles de una misma religión y rivales de un despotismo monárquico que si en el siglo XVI había estado encarnado en el emperador Carlos V, en el presente siglo XIX se encontraba representado por el 'rey felón', Fernando VII, por los carlistas y por tantos y tantos manifestantes de la reacción. La limitación del poder real, el respeto a los derechos individuales, la participación 'popular' en los asuntos de gobierno, es decir, los principales elementos que configuraban la causa constitucional de los liberales habrían estado ya, de algún modo, en la agenda de aquellos mártires del siglo XVI.
No solo eso, en tiempos de construcción de una identidad nacional destinada a dar cohesión a una sociedad sometida a cambios trascendentales, los comuneros serían una rama más, aunque muy relevante, del tronco común de una nación inmemorial, la española, dotada de rasgos imborrables de arrojo, valentía, patriotismo, voluntad de independencia frente al extranjero y apego a lo propio. Desde las Cortes de Cádiz y los debates constitucionales de 1812, los liberales argumentaron a menudo que España tenía, en realidad, una constitución histórica, jalonada de personajes heroicos y hechos gloriosos, que fundamentaba su condición nacional. Por supuesto, moderados, progresistas, demócratas, republicanos, conservadores o liberales, hicieron su propia lectura de aquellos acontecimientos, moldeándolos de acuerdo con sus presupuestos ideológicos y políticos. También carlistas, tradicionalistas y antiliberales recurrieron a ellos, utilizando a veces argumentos de signo opuesto, que, por ejemplo, ponían el énfasis en la catolicidad del movimiento comunero y en su adhesión a la monarquía y a las instituciones tradicionales. Pero todos consideraron que la revuelta de las Comunidades de Castilla era un hecho del pasado que alumbraba enseñanzas ejemplares para el presente.
Ni que decir tiene que, en pleno romanticismo, aquella recreación se revistió de colores dramáticos, incluso patéticos, por lo que entre todos los acontecimientos de la gesta comunera se eligió representar preferentemente el ajusticiamiento de Padilla, Bravo y Maldonado en el patíbulo erigido en la plaza de Villalar. La epopeya, y el drama, de los comuneros castellanos no solo encontraron un espacio privilegiado en los libros de historia y manuales escolares, sino que también fueron evocados con pasión por poetas, autores teatrales y pintores, decididos a fijar aquel acontecimiento en el recuerdo de las generaciones venideras. La mayoría de las imágenes de los comuneros de Castilla que aún hoy nos vienen a la memoria son deudoras de aquellos escritores y artistas decimonónicos, sobre todo de Quintana, Martínez de la Rosa y del gran cuadro de historia de Antonio Gisbert, inspirado a su vez en el relato historiográfico de Modesto Lafuente, objeto de reproducciones posteriores en múltiples formatos (grabados, fotografías, láminas, cromos, etc.) que lo convirtieron en verdadero referente icónico.
Después vendrían otras apropiaciones y recreaciones de aquellos acontecimientos, la mayoría de ellas situadas en el ámbito del radicalismo liberal, democrático y republicano. Y más tarde una especie de disolución, casi de olvido, en el contexto de la quiebra del nacionalismo liberal español fruto del resultado de la Guerra Civil y del exilio. Pero también su recuperación posterior, al final de la dictadura franquista y durante la transición a la democracia, dentro de la ola de rechazo al centralismo y de eclosión del regionalismo que precedió a la creación de nuestro Estado de las Autonomías. Hasta llegar, quién lo habría supuesto tiempo atrás, a la institucionalización oficial del día 23 de abril, fecha en la que tuvo lugar la batalla de Villalar y la derrota definitiva del movimiento comunero, como día de Castilla y León y elemento central de la configuración de una memoria autonómica.
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