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La mayor ambición de cualquier padre o madre es que su hijo sea feliz. Es más. La felicidad de un niño es un derecho que se convierte en obligación para la sociedad que lo rodea. Y, para ser felices, los niños necesitan poder jugar, divertirse, ... tiempo libre, al igual que los adultos. Sin embargo, algunos niños tienen más dificultades para disponer de esos espacios de ocio, sin obligaciones, sobre todo si hablamos de practicar un deporte (y más si se trata de fútbol).
Lo saben muy bien Esmeralda, Sergio, Tamara y Gustavo, padres de niños con enfermedades raras, de las que derivan problemas neurológicos, de motricidad, coordinación, control del propio cuerpo o del habla. Su hijos, Diego, Abel y Álvaro participan de la escuela de deporte inclusivo de Castilla y León promovida por la Fundación Eusebio Sacristán, «la única posibilidad que tienen de practicar un deporte en equipo, de entrenar y de pasárselo bien».
Aquí no hay medias tintas que valgan. Ni en el ámbito educativo, ni en las escuelas deportivas municipales ni en los clubes deportivos parece que tienen cabida los niños y niñas con alguna dificultad. El programa de la fundación «es la única vía que tenemos para que Diego interactúe con otros niños, se sienta parte de un grupo, venga a entrenar, juegue y sus dificultades no supongan un problema», insiste Esmeralda, pues aquí todos son iguales y todos son diferentes.
«Cuando tienes un niño con problemas neurológicos, y la adaptación es complicada en la vida diaria, lo único que necesitan es un ámbito en el jugar y divertirse porque su normalidad es la terapia. Tienen el mismo derecho que cualquier niño a ir a la piscina y aprender a nadar; les llevará más tiempo, pero tienen la misma necesidad de ocio y tiempo libro», defiende Tamara, la mamá de Abel, quien insiste en que debería haber recursos públicos que cubrieran esas necesidades.
Sin embargo, no es así. En los colegios «no se preocupan del trabajo en equipo. Los niños juegan a su libre albedrío y, los que no dan el perfil de lo que se considera normal, no cuentan; quedan apartados», apunta Sergio. A lo que Gustavo suma que «los niños son muy competitivos y hay que guiarlos», pero en los centros escolares no se tiene, muchas veces, ni la capacidad, ni los medios ni los presupuestos para hacer esta tarea.
La Fundación Eusebio Sacristán lleva años implicada en el deporte inclusivo, con programas como el equipo de fútbol que se desarrolla en Burgos , en colaboración con el Ayuntamiento, que concede 60 becas. Sin embargo, ni Esmeralda y Sergio, ni Tamara ni Gustavo lo conocían. Llegaron por casualidad. «El colegio no te satisface, trasteas por internet y acabas aquí. Igual puedes no acabar aquí, o no acertar», apunta Gustavo.
Así que estos padres demandan más información, para que todos los niños puedan tener acceso a esta vía deportiva. Y, ya puestos, que haya más oferta, que no todo se limite el fútbol. Esmeralda agradece el trabajo de la fundación y pide a las instituciones que sean «conscientes de los obstáculos a los que nos enfrentamos las familias todos los días; desde que nos levantamos por la mañana hasta la noche, es un obstáculo detrás de otro».
Si lo fueran, las propias instituciones públicas promoverían estas actividades, tan necesarias para los niños. «Todos tienen derecho a jugar, formar parte de un equipo y ser felices como los demás», insiste Esmeralda. Lo es su hijo Diego, al que no le gustaba el fútbol y ahora va todos los miércoles muy ilusionado; lo es Abel, que viene muy contento y deseando ponerse los guantes para coger la pelota; y lo es Álvaro, quien gana todos los días una liga, una copa o lo que él quiera.
Así que niños como Diego, Abel y Álvaro se quedarían fuera de la práctica deportiva si no fuera por la Fundación Eusebio Sacristán. «Álvaro sale encantado, hinchado como un pavo. Juega, toca el balón. Se lo pasa genial, saluda a todos cuando se va. Es como si hubiera jugado una final todos los miércoles», asegura Gustavo, quien lamenta que el deporte, sobre todo el fútbol, sea tan competitivo. «Parece que todo va orientado a formar Christianos y Messis; es mejor formar personas que ídolos».
La competitividad es la norma en el deporte, se juegue en el marco de un club deportivo, en las escuelas o en el parque. «He visto sacar a mi hijo a empujones del campo», comenta Esmeralda. «Lo que tienes que oír como madre es terrible; las frases son tremendas», solo porque a su hijo le cueste más jugar al fútbol, controlar el balón y tarde más tiempo que otros en aprender. Es más, esta madre insiste en que «lo que pasa en el parque no son cosas de niños», los padres tenemos que intervenir.
Entiende que un niño no comprenda las dificultades que puedan tener, por ejemplo, Diego, Abel y Álvaro. Pero ahí deben intervenir los padres para enseñar a sus hijos, en un lenguaje que entiendan, a gestionar que hay personas diferentes, realidades diferentes. Hay que trabajar más la empatía, insiste Esmeralda, y no solo enseñar a nuestros hijos a atarse los cordones o utilizar los cubiertos en la mesa. Educar es enseñarles a ponerse en el lugar del otro, del niño que no puede jugar.
«Cómo te sentirías si te rompieras una pierna y no pudieras jugar al fútbol con tus amigos, y tuvieras que estar solo; si salieras al patio y estuvieras solo todo el rato porque no sabes jugar al fútbol como los demás». Es una reflexión sencilla, comprensible para cualquier niño, pero hace falta «voluntad». Por eso Diego, Abel y Álvaro son tan felices en el equipo de deporte inclusivo de Castilla y León. «Se sienten libres, valorados», no rechazados ni excluidos.
Porque los niños son muy conscientes de que se les excluye, sobre todo a medida que van creciendo, explica Tamara. Ellos son conscientes de las diferencias, de que tienen más dificultades que otros niños para algunas cosas y «eso les pone nerviosos y transmiten sus emociones de una manera diferente». Y, de nuevo aquí, la sociedad no está preparada para entenderlos, «para entender que una persona que te abraza está expresando su cariño porque no sabe hacerlo de otra manera».
Tamara asegura que «todavía nos falta mucho para que la palabra inclusión sea real». En el colegio, en las asociaciones, como se cuenta con los programas de apoyo, los profesores, los asistentes… se va funcionando. Pero fuera de ahí, no existe inclusión que valga. Eso sí, Tamara cree que el término está mal utilizado. «No creo que nadie tenga que incluirnos en ningún sitio a mi hijo ni a mí; no necesito que me incluyas porque estoy aquí, soy parte de la sociedad», aunque de manera efectiva «estamos excluidos», se lamenta Esmeralda.
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