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Juan José Esteban
Jueves, 24 de octubre 2024, 09:44
A lo largo de su carrera científica, Carlos López-Otín se ha centrado en el estudio del cáncer, del envejecimiento y de las enfermedades minoritarias. Su trabajo ha permitido descubrir más de 60 nuevos genes humanos y analizar su función en procesos normales y patológicos, descifrar el genoma de centenares de pacientes con cáncer y definir las claves moleculares de la salud y del envejecimiento. Eso le ha llevado a enfrentarse, a lo largo de sus más de cuarenta años de carrera, con las grandes preguntas que nos hacemos desde que el mundo es mundo: ¿Para qué estamos aquí? ¿Por qué envejecemos? ¿Es posible alargar la vida? Las respuestas que ha encontrado le han convertido en un líder del humanismo científico que ha desarrollado en las obras que forman 'Trilogía de la vida' y en su libro más reciente, que está a punto de salir a las librerías, 'La levedad de las libélulas'.
Hoy en día, se espera que los líderes, tanto en ciencia como en otros campos, actúen con un propósito que trascienda el beneficio económico o el avance técnico. ¿Cómo ve usted el papel de la ciencia en la construcción de un liderazgo más humano y con propósito?
Tras muchos años de labor científica, he llegado a entender que la ciencia es una actividad humana convencional en la que conviven personas de todo tipo, altruistas y egoístas, comprometidas y acomodadas, humanas e inhumanas, con propósitos conmovedores y con afanes indeseables… Por eso, siempre he procurado aprender de científicos concretos, desde maravillosos mentores y maestros a jóvenes discípulos y estudiantes, que me han demostrado que poseen ese liderazgo fieramente humano y con propósito sincero que estimula e impulsa a la vez que acompaña. Por ejemplo, mi querido paciente y discípulo Sammy Basso era un gran líder con propósito.
¿Qué lecciones de liderazgo puede ofrecer la investigación científica a otros campos como la política, la educación o la economía?
Respecto a la política poco puedo decir, porque más allá de unas brillantes excepciones, no he constatado un compromiso sólido con una idea que he repetido muchas veces: la investigación científica, pero también la que se ocupa del ámbito tecnológico, sociológico y humanista es el mejor instrumento inventado por el hombre para avanzar hacia un mundo mejor y más justo. Por el contrario, la ciencia actual sí ha establecido muchos lazos con la economía, y no en vano numerosos científicos han tomado el camino de explorar la rentabilidad económica de sus hallazgos, algo que antes era bastante excepcional. Además, he vivido muy de cerca el interés de grandes líderes económicos por aproximarse a los avances científicos en mi propio campo de estudio de la salud humana. No olvidaré la atención y respeto que me demostraron los asistentes a distintos foros económicos internacionales a los que fui invitado para hablar sobre conceptos genuinamente biológicos como la biocracia o el dataismo genómico. Y, por último, respecto a tu pregunta sobre la educación, sí que puedo afirmar con rotundidad que el liderazgo científico tiene un impacto directo en la transmisión del conocimiento, no solo en las aulas o en los laboratorios, sino en la sociedad en general. Mi mantra personal es conocer para curar, que llevado al mundo real puede transformarse en educar para prevenir y este a su vez evolucionar hasta convertirse en prevenir para vivir. La salud es nuestro bien más preciado, por eso la educación sobre conceptos contrastados científicamente en este campo puede ayudar a que la sociedad entienda que tenemos buenas oportunidades de corresponsabilizarnos de nuestro propio bienestar tanto somático como mental y avanzar en la idea de que la salud es una forma muy especial de cultura, la cultura de la vida.
¿Cree que los científicos tienen la responsabilidad de liderar debates públicos sobre temas como el cambio climático, la salud pública o la tecnología?
Sin duda, esa responsabilidad existe, otra cuestión es que la crispación social actual en todos los ámbitos hace que los debates públicos o en redes sociales sobre temas complejos y carentes de respuestas únicas se conviertan en una actividad muy ruidosa y poco gratificante para los científicos que participan en ellos. Conozco muchos ejemplos de excelentes científicos que han sido insultados o amenazados por expresar sus opiniones sobre el cambio climático o acerca de cuestiones sanitarias, especialmente durante la pandemia del COVID-19.
En un mundo que avanza a un ritmo vertiginoso, la innovación científica es crucial. Sin embargo, a menudo se critica que esta innovación no siempre está alineada con el bien común. ¿Qué papel juega el propósito en la dirección de sus investigaciones y descubrimientos?
En nuestro laboratorio se han formado más de un centenar de personas de distintos países del mundo, pero todos ellos y los más de 15.000 estudiantes a los que he dado clase en la Universidad podrán corroborar que nuestras investigaciones han tenido siempre un propósito social. Ese es el objetivo final que siempre nos ha acompañado más allá de la mera curiosidad intelectual y del deseo de disfrutar de la emoción de descubrir, un concepto que aprendí del profesor Severo Ochoa y que representa una de las sensaciones más profundas que puede experimentar el ser humano.
¿Cómo podemos asegurarnos de que las innovaciones científicas estén al servicio de toda la humanidad y no solo de unos pocos?
Invirtiendo en educación, esta es la mejor manera de que en cuestiones complejas e importantes sobre la salud y la vida, no sean otros los que tomen las decisiones en lugar de nosotros.
¿Qué papel juega la curiosidad y la creatividad en la ciencia cuando se busca la innovación con propósito? ¿Hay alguna innovación en particular de la que se sienta más orgulloso por su impacto humano?
Curiosidad y creatividad, dos palabras esenciales en mi diccionario personal que se convirtieron en las mejores aliadas para realizar un trabajo científico innovador en un pequeño lugar aparentemente poco propicio para ello. En nuestro laboratorio hemos descubierto y puesto nombre a más de 60 nuevos genes humanos y analizado sus funciones en procesos normales y patológicos. Además, hemos descifrado el genoma de centenares de pacientes con cáncer y definido nuevas dianas terapéuticas en esta enfermedad. Más recientemente, hemos descubierto nuevos síndromes de envejecimiento acelerado y nuevos genes causantes de autismo, muerte súbita y melanoma hereditario; hemos definido las claves moleculares de la salud y del envejecimiento, hemos detectado bacterias pro-longevidad, descifrado las claves del rejuvenecimiento continuo de las medusas inmortales y diseñado estrategias de edición génica para el tratamiento del envejecimiento prematuro. Todos y cada uno de estos trabajos han requerido años de esfuerzo y compromiso por parte de muchas personas con propósito. Todas estas contribuciones científicas nos han proporcionado pequeñas e íntimas satisfacciones intelectuales y en ocasiones han permitido mejorar la vida de algunas o incluso de muchas personas. Sin embargo, todas estas emociones se desvanecen cuando te das cuenta de todo lo que falta por hacer. Cuando en la estación de tren de Sabiñánigo, mi pueblo natal en el Pirineo oscense, comencé un largo viaje de conocimiento al centro de la vida y de las enfermedades, supe muy pronto que sería un periplo interminable, que nunca veré concluido y que otros continuarán.
La ciencia y el humanismo a menudo se perciben como disciplinas separadas. En su opinión, ¿cómo pueden complementarse y enriquecerse la una a la otra?
Investigar y buscar el conocimiento en cualquier disciplina, científica o humanista, no es una tarea nada sencilla. Sin embargo, tuve la inmensa fortuna de recibir una educación amplia y diversa, primero a través de una familia sin estudios pero con inquietudes, después descubriendo la vida con mis amigos de infancia, más tarde aprendiendo de mis profesores y mentores en la escuela, en el Instituto de mi pueblo y en la Universidad, y ya cuando tuve la oportunidad de ser profesor e investigador, seguí aprendiendo de mis alumnos y discípulos, de los pacientes y de sus familias, de los viajes, de la naturaleza, de las artes, de los libros, de las conversaciones de todo tipo, y así se fue conformando un profundo aprecio por la búsqueda y el disfrute del conocimiento en el que ya no es posible distinguir entre unas u otras disciplinas, ni siquiera entre las Humanidades y las Ciencias. La división del conocimiento en parcelas refleja nuestra ignorancia en muchos ámbitos. Ahora, lo percibo con nitidez cuando escribo libros o artículos divulgativos, y a la vez repaso mis últimos artículos científicos sobre las claves moleculares de los aspectos psicosociales de la salud y me doy cuenta una vez más de que nuestro trabajo siempre ha tenido esa finalidad social de la que hablábamos antes. Una y otra vez, damos vueltas en redondo y volvemos a lo mismo, la educación es la clave final, la última esperanza para afrontar las insuficiencias del mundo y de la vida.
A lo largo de su carrera ha hablado de la importancia de una ciencia más cercana a las personas. ¿Cómo la empatía y el humanismo han influido en su enfoque científico?
Siempre digo que cada adversidad es una lección de humanidad, y que la solidaridad frente a ellas representa una de las cumbres del bienestar emocional. Además, practicar estas actitudes puede ayudar a mejorar la salud y, por ende, extender la longevidad saludable. Diversos estudios científicos han demostrado que el altruismo favorece la inducción de respuestas biológicas positivas para nuestro organismo incluyendo la disminución de los niveles de cortisol y por tanto reduciendo el estrés inapropiado. Además, estas actitudes genuinamente humanas provocan la estimulación del sistema inmune y reducen las inflamaciones crónicas, excesivas o innecesarias. En suma, manteniendo la atención al mundo y a las personas que nos rodean he aprendido que no se trata de vivir más sino de ser mejores, por eso he procurado recordar siempre el consejo de Orwell: lo importante no es mantenerse vivo sino mantenerse humano.
En su carrera ha estado involucrado en estudios sobre el cáncer y el envejecimiento. ¿Cómo ha integrado la responsabilidad ética en sus propias investigaciones, especialmente en áreas tan delicadas?
En el caso del cáncer, nuestros estudios han tratado de ofrecer respuestas a un mal que nos hace sentir muy de cerca la vulnerabilidad humana. Hace casi 40 años comenzamos trabajando molécula a molécula, gen a gen buscando las claves de la progresión del cáncer. Desde 2008, con los impactantes avances tecnológicos en el desciframiento de genomas, pudimos avanzar hacia el desarrollo de proyectos globales dirigidos a definir los paisajes mutacionales de algunos de los cánceres más frecuentes. Tanto en los pequeños proyectos como en las grandes iniciativas, nuestro propósito se ha mantenido inamovible: progresar en el conocimiento, pero nunca prometer lo que no se puede cumplir. Somos frágiles y vulnerables y lo seguiremos siendo mientras no seamos robots alimentados de electrones y no de emociones. Además, en ninguna circunstancia nos podemos permitir olvidar que más allá de los grandes números y estadísticas del cáncer (en 2024 se diagnosticarán más de 22 millones de nuevos casos en el mundo y alrededor de 280.000 en España), hay pacientes individuales con nombres concretos que necesitan tratamiento, pero también apoyo emocional. Respecto al envejecimiento, hemos tenido la fortuna de publicar artículos como The hallmarks of aging que se han citado muchos miles de veces y se han convertido en la referencia más habitual para estudiar este complejo proceso biológico. En paralelo, hemos descifrado los genomas de organismos de longevidad extrema como las ballenas boreales y las medusas inmortales. Además, hemos descubierto y puesto nombre a algunos nuevos síndromes de progeria o envejecimiento prematuro, y hemos contribuido a diseñar modelos animales y estrategias terapéuticas que han permitido extender la vida de pacientes con progeria. Sin embargo, nunca, absolutamente nunca, hemos pretendido que nuestro trabajo en este ámbito sirva para alimentar los imposibles e innecesarios sueños de eterna juventud o inmortalidad, que algunos pretenden, especialmente quienes todo lo poseen excepto el control del tiempo. Nuestro propósito en este caso no es otro que llegar a entender mejor las muchas enfermedades asociadas al paso del tiempo para intentar que todos y no solo unos pocos, podamos vivir un poco más si así se desea, pero sobre todo un poco mejor.
Hablemos de libros... Su 'Trilogía de la vida' ha tenido un gran impacto. Y no solo en el ámbito científico; también en el público general. ¿Qué lo impulsó a escribir para una audiencia más amplia y cuál ha sido su experiencia en este proceso de divulgación?
Tras publicar alrededor de 500 artículos científicos, escribí la trilogía de la vida para intentar sobrevivir a algunos naufragios personales, algo que aprendí de Irene Vallejo, un gran referente personal y literario para mí. Después, inesperadamente, estos tres libros, La vida en cuatro letras, El sueño del tiempo y Egoístas, inmortales y viajeras me regalaron serenidad y la oportunidad de conocer a personas maravillosas con las que compartí inquietudes y adversidades. Después, Palabras para Samuel me acercó a describir la extrema injusticia de la muerte a destiempo, que proporciona un insoportable dolor, pero a la vez un mecanismo adaptativo de supervivencia, como el que observé en la maravillosa familia de Samuel. Al final, siguiendo el hilo de este sencillo libro creo que pudimos transformar la desesperación por su pérdida en una sincera celebración de su breve pero intensa vida. En suma, escribir sobre la vida desde una perspectiva en la que la ciencia y el humanismo se abrazan, es una curiosa forma de sentir y de vivir.
En noviembre publica una nueva obra, 'La levedad de las libélulas'. En ella, a través de la historia de la medicina, desde tiempos ancestrales hasta nuestra época, narra cómo nuestra percepción de la salud ha evolucionado para presentarnos una innovadora visión: la salud no es la ausencia de enfermedad, sino que es un estado silencioso de equilibrio del cuerpo que debemos cuidar y cultivar con atención y sabiduría. ¿Qué podemos esperar de esta obra?
La levedad de las libélulas es una reflexión histórica y científica, pero sobre todo metafórica y onírica acerca de lo que he ido aprendiendo con mi trabajo y con mi vida personal acerca de las claves esenciales de la salud biológica, para concluir afrontando la discusión del grave problema actual de la salud mental. Más de mil millones de seres humanos padecen algún tipo de desequilibrio emocional, lo cual me hace pensar que, colectivamente, somos una sociedad muy deficiente en cuanto a la existencia de un claro liderazgo con propósito. La trama del libro transcurre en París y a través de conversaciones con protagonistas tan dispares como Leonardo da Vinci, Leonhard Euler, Alois Alzheimer, Edvard Munch, Julio Cortázar, Milan Kundera o Wisława Szymborska el libro avanza hacia la creación de un marco de pensamiento humanista que nos permita comprender que la salud física y la salud mental son partes indisociables de una misma ecuación, cuyos términos se desentrañan en las páginas de un libro tan personal pero a la vez tan general como La levedad de las libélulas. Finalmente, cada capítulo del libro va acompañado de diversos relatos visuales que pretenden ayudar a los lectores a distinguir mejor aquellos aspectos del texto en los que la realidad y la fantasía se difuminan hasta casi confundirse.
Si pudiera recomendar solo un mensaje central de todos sus libros, ¿cuál sería y por qué es tan importante para usted?
La vida es lo mejor que tenemos, disfrutemos de ella mientras la salud y las inevitables imperfecciones biológicas nos lo permitan, respetemos a los demás, ampliemos nuestros círculos darwinianos de empatía, acompañemos a quien lo necesite y mantengamos la curiosidad: el resto es silencio, entropía y melancolía.
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